martes, 5 de noviembre de 2013

si te arrebataran tu don más preciado? I

SI ME ARREBATARAN MI DON MÁS PRECIADO,
ME HUNDIRÍA EN EL FOSO MÁS PROFUNDO

En los ojos del muchacho se evidenciaba ese brillo especial que solo la tristeza es capaz de otorgar. Su mirada era el fiel reflejo de lo que sentía su alma, a través de ella podía apreciarse el dolor que quería estallar en un mar de lágrimas, pero que había sido incapaz de fluir. Tan intensa era la sensación, que Emilio llegó a pensar que el resplandor de sus ojos podía delatar su ubicación en la oscuridad. Era una sensación insoportable, pues, si había decidido ir a perderse en los bosques de su Comarca, era precisamente porque no quería ser encontrado.

Cansado de tanto deambular, se sentó bajo un frondoso árbol, apoyó la espalda contra el tronco, juntó un montoncito de piedras y las apiló al alcance de su mano. Después de juguetear con ellas por unos minutos, cogió una y la lanzó con fuerza. Decepcionado comprobó que el pequeño guijarro lejos estuvo de acertar en su blanco.  Si hubiese hecho lo mismo unos pocos días antes, el improvisado proyectil se habría estrellado estrepitosamente contra el piño que colgaba de las ramas del pino que tenía frente a sí. En lugar de eso, la piedra se había extraviado irremediablemente en la distancia. Emilio sabía que ocurriría lo mismo si volvía a intentarlo así, que se abstuvo de hacerlo, y abrazó sus piernas con resignación.

—Ya no vale la pena —se lamentó.

Ansioso por llorar, aunque fuesen un par de míseras lágrimas, el muchacho ocultó la cabeza entre las rodillas y trató de liberar su frustración. Pero fue inútil, el llanto se negaba a brindarle un momento de desahogo. Estiró su mano derecha, buscando a tientas las piedritas y, cuando logró dar con ellas, las aprisionó con tal furia dentro del puño, que éstas quedaron marcadas en la piel de su palma, casi al punto de provocarle llagas con sus afilados bordes. Cuando ya no aguantó más la dolorosa sensación, lanzó con todas sus fuerzas el manojo y dejó caer con dureza su mano abierta sobre el suelo. Era todo lo que podía hacer con su rabia.
Emilio estaba seguro que no había nadie en el mundo que fuese capaz de comprender lo que estaba sintiendo y, por lo mismo, se negaba regresar a casa, aun cuando sabía que sus padres debían estar preocupados por él. Pero se sentía incapaz de enfrentarlos, de mirarlos a la cara y pedirles perdón por haberlos humillado como lo había hecho. Sentía que en un sola jornada había mancillado el buen nombre de su padre y que había destrozado el corazón de su madre. Simplemente no tenía cara siquiera para pedirles perdón.

En lo que a él mismo se refería, por su parte, sentía que se había convertido en un ser incompleto, alguien a quien le habían arrebatado su don más preciado, aquello que más gozaba en la vida, lo que lo hacía diferente de los demás. Estaba herido, y comenzaba a culpar al mundo por su desgracia.

Un tercer día pasó desde que decidiera abandonarlo todo para perderse en el bosque. Conocía como nadie cada rincón de la floresta y sabía muy bien cuáles eran los lugares donde era menos probable que lo buscaran. Sin perjuicio de ello, se vio obligado a merodear siempre cerca de los arroyos, pues, a pesar de que tomaba mucha agua, siempre estaba sediento. Era extraño, pero quizás al cargar con una tristeza tan grande, era natural sentirse deshidratado. Pobre Emilio, iba a pasar mucho tiempo antes de que supiera la verdad.

Aquel tercer día fue el peor de todos. Despertó a causa de una intensa comezón que se apoderó del rasguño que lucía uno de sus brazos; además de los gritos, demasiado cercanos, de gente que lo buscaba. Preocupado por la posibilidad de ser descubierto, abandonó a toda prisa su refugio y se escabulló para recuperar los objetos que había abandonado en medio del bosque y que podían delatar su ubicación. La situación era bastante absurda, pues Emilio estaba lejos de ser un fugitivo. Todo lo contrario, si lo buscaban, era porque su familia estaba preocupada por él. Pero el muchacho era incapaz de darse cuenta de ello, estaba tan obnubilado por la rabia y el dolor que estaba sintiendo, que optó por vivir aquella experiencia en soledad.

Por ello, cuando se dio cuenta de la proximidad de quienes lo buscaban, Emilio apuró el tranco para encontrar sus pertenencias antes de que otro lo hiciera, pero su prisa lo llevó a ser más descuidado e impulsivo, exponiéndose a ser descubierto en un par de ocasiones. Era mucha gente la que andaba tras sus pasos, muchas personas que, según él, querían atraparlo para reprocharle su derrota, para burlarse de él en su cara, para humillarlo por su desgracia. Su enfado era como una nube cegadora, una cortina de engaño autoimpuesta, que le distorsionaba su percepción de la realidad. Y él se estaba abandonando a ella, dejándose llevar por sus malos pensamientos, por la desconfianza, por una suerte de torbellino emocional que lo estaba privando de razón.

Pese a todo, Emilio logró dar con los objetos abandonados antes que sus "perseguidores". Estaban tirados en el suelo, precariamente cubiertos por algunas hojas secas y algo de tierra, por lo que era bastante fácil apreciarlos a simple vista, a pesar de lo tupido que era el bosque en ese sector. Eso podría hacer pensar que Emilio había sido bastante negligente, si lo que pretendía era permanecer oculto en la floresta, sin poder ser hallado. Sin embargo, cuando se internó por los senderos boscosos, su única intención era encontrar un lugar apartado donde poder llorar a solas y en paz, sin que nadie lo molestara. Él simplemente había abandonado sus cosas para no cargar con el peso emocional que éstas representaban para él. Ahora no eran más que un estorbo.

Aún apremiado por la cercanía de aquellos que lo buscaban, Emilio cogió a toda prisa sus pertenencias y se dispuso a correr para perderse en lo más profundo del bosque. Pero antes de eso, por su mente pasó fugazmente un pensamiento macabro que, una vez que recapacitó sobre él, le espantó de sobremanera, obligándose a abandonarlo de inmediato. Y es que, a pesar de lo demencial de su situación, Emilio estaba lejos de convertirse en un ser maligno.

Una vez que el muchacho consiguió evadir a todos y cada uno de los grupos de búsqueda que andaban tras sus pasos, encontró su tan ansiada soledad. Pero, lejos de hallar en ésta un respiro, descubrió que para lo único que iba a servirle sería para dejar abiertas las puertas de su mente para ser invadida por los demonios que habían estado acechándolo desde el instante mismo en que abandonó el pueblo tres días atrás. No era de extrañar que ello coincidiera con el hecho de haber recuperado sus objetos perdidos... en realidad, todo tenía que ver con ellos.

Emilio permaneció prácticamente todo el día encaramado sobre un árbol de gruesas ramas, aferrado a sus pertenencias, atormentado por la idea de haber perdido para siempre su habilidad más asombrosa. De su cabeza comenzaron a surgir las más diversas y descabelladas ideas: por un momento creyó que había sucumbido por el pánico de enfrentar por primera vez un desafío ante una multitud tan numerosa, lo que era ridículo, dado su éxito inicial; luego pensó que quizás alguna clase de brujería le había arrebatado su don más preciado; también se le ocurrió que podría haber sido envenenado por algún rival para que fuera más fácil derrotarlo; tuvo de certeza de estar padeciendo de una grave enfermedad mental que lo estaba conduciendo a esa demencia; o que, tal vez, estaba encerrado en un sueño que parecía un loop interminable, una pesadilla sin final.

Emilio ansiaba con desesperación despertar en su cama y que todo volviera a ser normal. Poder ver el rostro bello y tierno de su madre, la sonrisa cómplice de su padre, la alegría viva que iluminaba permanentemente su hogar. Pero, por más que lo deseaba, nada de eso ocurría. El seguía sentado en su rama-refugio, acongojado, viendo como la luz del sol se apagaba para dar paso a las primeras estrellas nocturnas. Los sonidos del bosque a esa hora eran un poco estremecedores. Ya no se sentía seguro, ni cómodo. Por el contrario, estaba hambriento, sucio, tembloroso y sediento.

Sin saber qué hacer, el muchacho alzó ante su mirada uno de los objetos recuperados y evocó lo ocurrido tres días atrás. Recordó vívidamente los vítores de la multitud, que había estallado en júbilo con su primer disparo. Había sido todo lo que la gente esperaba de él y, por eso, le resultaba imposible explicar qué había ocurrido a continuación. Lo que comenzó como una experiencia espléndida, se transformó repentinamente en la mayor de sus frustraciones, en un fracaso tras otro. En cuestión de minutos su mundo se había desmoronado.

Cansado de recordar, sacudió la cabeza y pensó en aquello que tanto lo había desconcertado horas antes. No podía creer que su mente le hubiese jugado una pasada tan mala. Afortunadamente el otro objeto estaba vacío. Por suerte no habían flechas en su carcaj con las que pudiera haber lastimado a alguien. Él no era así, ni quería serlo.

Envolvió con su túnica el arco y el carcaj que sus padres le habían regalado, aquello objetos que, en lugar de darle alegría, solo le traían recuerdos del peor día de su vida. Leyó por última vez la inscripción grabada en su arco y los ocultó en un hueco que había en el tronco del árbol. Era hora de volver a casa, el hambre le había ganado la batalla a la vergüenza.

Mientras avanzaba a tientas por los sombríos senderos del bosque anochecido, mascullaba entre dientes la ira que no había podido aplacar. Sentía que la vida se había encargado de arrebatarle su don más preciado y eso no se lo iba a perdonar. La desgracia hundiría a Emilio de Castbaleón en el foso de oscuridad más profundo. Y arrastraría a todo su mundo con él.