SI ME ARREBATARAN MI DON MÁS PRECIADO,
ME HUNDIRÍA EN EL FOSO MÁS PROFUNDO
En los ojos del muchacho se
evidenciaba ese brillo especial que solo la tristeza es capaz de otorgar. Su
mirada era el fiel reflejo de lo que sentía su alma, a través de ella podía
apreciarse el dolor que quería estallar en un mar de lágrimas, pero que había
sido incapaz de fluir. Tan intensa era la sensación, que Emilio llegó a pensar
que el resplandor de sus ojos podía delatar su ubicación en la oscuridad. Era
una sensación insoportable, pues, si había decidido ir a perderse en los
bosques de su Comarca, era precisamente porque no quería ser encontrado.
Cansado de tanto deambular, se
sentó bajo un frondoso árbol, apoyó la espalda contra el tronco, juntó un
montoncito de piedras y las apiló al alcance de su mano. Después de juguetear
con ellas por unos minutos, cogió una y la lanzó con fuerza. Decepcionado
comprobó que el pequeño guijarro lejos estuvo de acertar en su blanco. Si hubiese hecho lo mismo unos pocos días
antes, el improvisado proyectil se habría estrellado estrepitosamente contra el
piño que colgaba de las ramas del pino que tenía frente a sí. En lugar de eso,
la piedra se había extraviado irremediablemente en la distancia. Emilio sabía
que ocurriría lo mismo si volvía a intentarlo así, que se abstuvo de hacerlo, y
abrazó sus piernas con resignación.
—Ya no vale la pena —se lamentó.
Ansioso por llorar, aunque fuesen
un par de míseras lágrimas, el muchacho ocultó la cabeza entre las rodillas y
trató de liberar su frustración. Pero fue inútil, el llanto se negaba a
brindarle un momento de desahogo. Estiró su mano derecha, buscando a tientas
las piedritas y, cuando logró dar con ellas, las aprisionó con tal furia dentro
del puño, que éstas quedaron marcadas en la piel de su palma, casi al punto de
provocarle llagas con sus afilados bordes. Cuando ya no aguantó más la dolorosa
sensación, lanzó con todas sus fuerzas el manojo y dejó caer con dureza su mano
abierta sobre el suelo. Era todo lo que podía hacer con su rabia.
Emilio estaba seguro que no había
nadie en el mundo que fuese capaz de comprender lo que estaba sintiendo y, por
lo mismo, se negaba regresar a casa, aun cuando sabía que sus padres debían
estar preocupados por él. Pero se sentía incapaz de enfrentarlos, de mirarlos a
la cara y pedirles perdón por haberlos humillado como lo había hecho. Sentía
que en un sola jornada había mancillado el buen nombre de su padre y que había
destrozado el corazón de su madre. Simplemente no tenía cara siquiera para
pedirles perdón.
En lo que a él mismo se refería,
por su parte, sentía que se había convertido en un ser incompleto, alguien a
quien le habían arrebatado su don más preciado, aquello que más gozaba en la
vida, lo que lo hacía diferente de los demás. Estaba herido, y comenzaba a
culpar al mundo por su desgracia.
Un tercer día pasó desde que
decidiera abandonarlo todo para perderse en el bosque. Conocía como nadie cada
rincón de la floresta y sabía muy bien cuáles eran los lugares donde era menos
probable que lo buscaran. Sin perjuicio de ello, se vio obligado a merodear siempre
cerca de los arroyos, pues, a pesar de que tomaba mucha agua, siempre estaba
sediento. Era extraño, pero quizás al cargar con una tristeza tan grande, era
natural sentirse deshidratado. Pobre Emilio, iba a pasar mucho tiempo antes de
que supiera la verdad.
Aquel tercer día fue el peor de
todos. Despertó a causa de una intensa comezón que se apoderó del rasguño que
lucía uno de sus brazos; además de los gritos, demasiado cercanos, de gente que
lo buscaba. Preocupado por la posibilidad de ser descubierto, abandonó a toda
prisa su refugio y se escabulló para recuperar los objetos que había abandonado
en medio del bosque y que podían delatar su ubicación. La situación era
bastante absurda, pues Emilio estaba lejos de ser un fugitivo. Todo lo
contrario, si lo buscaban, era porque su familia estaba preocupada por él. Pero
el muchacho era incapaz de darse cuenta de ello, estaba tan obnubilado por la
rabia y el dolor que estaba sintiendo, que optó por vivir aquella experiencia
en soledad.
Por ello, cuando se dio cuenta de
la proximidad de quienes lo buscaban, Emilio apuró el tranco para encontrar sus
pertenencias antes de que otro lo hiciera, pero su prisa lo llevó a ser
más descuidado e impulsivo, exponiéndose a ser descubierto en un par de
ocasiones. Era mucha gente la que andaba tras sus pasos, muchas personas que,
según él, querían atraparlo para reprocharle su derrota, para burlarse de él en
su cara, para humillarlo por su desgracia. Su enfado era como una nube
cegadora, una cortina de engaño autoimpuesta, que le distorsionaba su
percepción de la realidad. Y él se estaba abandonando a ella, dejándose llevar
por sus malos pensamientos, por la desconfianza, por una suerte de torbellino
emocional que lo estaba privando de razón.
Pese a todo, Emilio logró dar con
los objetos abandonados antes que sus "perseguidores". Estaban
tirados en el suelo, precariamente cubiertos por algunas hojas secas y algo de
tierra, por lo que era bastante fácil apreciarlos a simple vista, a pesar de lo
tupido que era el bosque en ese sector. Eso podría hacer pensar que Emilio
había sido bastante negligente, si lo que pretendía era permanecer oculto en la
floresta, sin poder ser hallado. Sin embargo, cuando se internó por los
senderos boscosos, su única intención era encontrar un lugar apartado donde
poder llorar a solas y en paz, sin que nadie lo molestara. Él simplemente había
abandonado sus cosas para no cargar con el peso emocional que éstas
representaban para él. Ahora no eran más que un estorbo.
Aún apremiado por la cercanía de
aquellos que lo buscaban, Emilio cogió a toda prisa sus pertenencias y se
dispuso a correr para perderse en lo más profundo del bosque. Pero antes de
eso, por su mente pasó fugazmente un pensamiento macabro que, una vez que
recapacitó sobre él, le espantó de sobremanera, obligándose a abandonarlo de
inmediato. Y es que, a pesar de lo demencial de su situación, Emilio estaba
lejos de convertirse en un ser maligno.
Una vez que el muchacho consiguió
evadir a todos y cada uno de los grupos de búsqueda que andaban tras sus pasos,
encontró su tan ansiada soledad. Pero, lejos de hallar en ésta un respiro,
descubrió que para lo único que iba a servirle sería para dejar abiertas las
puertas de su mente para ser invadida por los demonios que habían estado acechándolo
desde el instante mismo en que abandonó el pueblo tres días atrás. No era de
extrañar que ello coincidiera con el hecho de haber recuperado sus objetos
perdidos... en realidad, todo tenía que ver con ellos.
Emilio permaneció prácticamente
todo el día encaramado sobre un árbol de gruesas ramas, aferrado a sus
pertenencias, atormentado por la idea de haber perdido para siempre su
habilidad más asombrosa. De su cabeza comenzaron a surgir las más diversas y
descabelladas ideas: por un momento creyó que había sucumbido por el pánico de
enfrentar por primera vez un desafío ante una multitud tan numerosa, lo que era
ridículo, dado su éxito inicial; luego pensó que quizás alguna clase de brujería
le había arrebatado su don más preciado; también se le ocurrió que podría haber
sido envenenado por algún rival para que fuera más fácil derrotarlo; tuvo de
certeza de estar padeciendo de una grave enfermedad mental que lo estaba
conduciendo a esa demencia; o que, tal vez, estaba encerrado en un sueño que
parecía un loop interminable, una pesadilla sin final.
Emilio ansiaba con desesperación
despertar en su cama y que todo volviera a ser normal. Poder ver el rostro
bello y tierno de su madre, la sonrisa cómplice de su padre, la alegría viva
que iluminaba permanentemente su hogar. Pero, por más que lo deseaba, nada de
eso ocurría. El seguía sentado en su rama-refugio, acongojado, viendo como la
luz del sol se apagaba para dar paso a las primeras estrellas nocturnas. Los
sonidos del bosque a esa hora eran un poco estremecedores. Ya no se sentía
seguro, ni cómodo. Por el contrario, estaba hambriento, sucio, tembloroso y
sediento.
Sin saber qué hacer, el muchacho
alzó ante su mirada uno de los objetos recuperados y evocó lo ocurrido tres
días atrás. Recordó vívidamente los vítores de la multitud, que había estallado
en júbilo con su primer disparo. Había sido todo lo que la gente esperaba de él
y, por eso, le resultaba imposible explicar qué había ocurrido a continuación. Lo
que comenzó como una experiencia espléndida, se transformó repentinamente en la
mayor de sus frustraciones, en un fracaso tras otro. En cuestión de minutos su
mundo se había desmoronado.
Cansado de recordar, sacudió la
cabeza y pensó en aquello que tanto lo había desconcertado horas antes. No
podía creer que su mente le hubiese jugado una pasada tan mala. Afortunadamente
el otro objeto estaba vacío. Por suerte no habían flechas en su carcaj con las
que pudiera haber lastimado a alguien. Él no era así, ni quería serlo.
Envolvió con su túnica el arco y
el carcaj que sus padres le habían regalado, aquello objetos que, en lugar de darle
alegría, solo le traían recuerdos del peor día de su vida. Leyó por última vez
la inscripción grabada en su arco y los ocultó en un hueco que había en el
tronco del árbol. Era hora de volver a casa, el hambre le había ganado la
batalla a la vergüenza.