SI ME ARREBATARAN MI DON MÁS PRECIADO,
VERÍA COSAS RARAS
Cuando me invitaron a participar
en este proyecto, encontré que era una idea curiosa, llamativa, quizá un poco
excéntrica, pero nada más. Nunca imaginé las consecuencias que me traería el
solo hecho de plantearme una pregunta tan aguda como la que da origen a esta
narración.
Consciente de que los lectores
estarían ansiosos por leer algo escrito por mí, ese mismo día llegué a casa, me
serví un vaso de whisky, me instalé frente al computador y me enfrenté al
desafío de escribir estas letras. Tengo que hacer la salvedad de que, cuando
éstas acudieron a llenar la hoja en blanco, apenas si había tocado mi trago.
Así es que les puedo asegurar que estaba completamente sobrio.
Pasé largos minutos pensando
sobre la pregunta y poco a poco me fui dando cuenta de que ésta encerraba más
de una trampa. Porque, en primer lugar, necesitaba descubrir cuál es mi don más
preciado y, créanlo o no, me di cuenta de que nunca había reflexionado acerca de
ello. Por eso, no tenía idea de cuál era, en realidad. Eso me resultó algo
molesto, pues no podía comenzar mi relato, si no tenía su motivación.
Este ejercicio, que en un
principio parecía sencillo, resultó ser más complejo de lo que había imaginado.
Y, lo que es aún mejor, terminó siendo realmente enriquecedor. Así lo sentí
cuando descubrí que mi don más preciado estaba allí mismo, frente a mis ojos,
saltando incesantemente en la hoja vacía
del procesador de texto.
—¡Cuánto
adoro inventar historias! —exclamé cuando caí en la cuenta.
No sé si habrá sido una
verdadera revelación, pero al menos yo lo sentí así. Había descubierto algo tan
valioso y tan hermoso, que quise gritarlo con alegría. Pero me contuve de
hacerlo, pues me pareció demasiado pronto para celebrar. Además, sabía que
estaba a punto de chocar con la segunda trampa: de qué manera se puede perder
un don como el mío.
Esta parte fue menos reflexiva,
es más, fue bastante frustrante. Ahí estaba yo, frente a la poderosa
herramienta que me facilitaba plasmar, dejar fluir y dar vida a mis ideas, pero
me estrellé de frente con la falta de motivación para mi relato. Que no se
malentienda, yo estaba muy entusiasmado con escribirlo, pero no tenía el hilo
conductor para construir la historia. Comencé por anotar algunas frases
sueltas, pero ninguna de ellas era capaz de unirse a las otras.
Miré de reojo el vaso que estaba
junto al teclado y lamí mis labios, tentado por el líquido dorado que me
invitaba a recibir su etílico estímulo. Estiré mi mano para coger el recipiente
de cristal y llevármelo a la boca, cuando ocurrió algo impensado:
—¡Ja! ¡La solución del cobarde! —dijo
una vocecita que por poco y me hace derramar el whisky sobre el teclado.
Asustado, miré en todas
direcciones buscando el origen de aquella voz, que parecía estar burlándose de
mí, pero no logré ver a nadie.
—¿Se te perdió algo? —insistió
con insolencia.
—Buena broma —dije yo, sin que
la situación me causara la menor gracia—. Ahora muéstrate.
Silencio. Supuse que aquello
habría sido objeto de mi imaginación, lo que me hizo temer cierta
esquizofrenia, pero, después de sacudir la cabeza, me olvidé de ello y decidí
volver a lo mío. Sin embargo, mi mente
prefería seguir divagando y pensando en aquella voz imaginaria que me había
fastidiado.
—No te esfuerces —volvió a
resonar, justo cuando me disponía a tipear—. No lo vas a conseguir.
—¿Por qué estás tan seguro?
—pregunté yo, pasando por alto el hecho de estar conversando con las paredes.
—Porque no quiero que escribas.
—¿Y se puede saber quién demonios
te crees que eres?
Silencio nuevamente. Un
escalofrío recorrió mi espalda al terminar mi pregunta, momento mismo en que
una pequeña figura humanoide se interpuso entre la pantalla y yo. “Mierda, de
verdad es un demonio”, pensé al verlo tomar forma.
—¡Déjate de tonterías, los
demonios no existen!
Me quedé helado. ¿Cómo sabía lo
que estaba pensando? Además, ¿por qué no iba a creer en la existencia de
demonios, si estaba viendo a aquella criatura imposible allí mismo?
—¿Qué
te dije? ¡Los demonios no existen, y punto!
—Ya,
bueno, pero cálmate —atiné a decirle, cansado ya de su actitud agresiva.
No
debí llamarle la atención. Primero por el hecho de que no hay que hacer enojar
a un demonio, aunque la criatura se empeñara en decirme que no lo era. Pero
principalmente porque al instante siguiente, figuraba yo en el centro de la
ciudad, en medio de una marcha de estudiantes, premunido de una vistosa espada
japonesa.
Aquello
carecía por completo de sentido. Yo no tenía nada que estar haciendo allí, mucho
menos armado, rodeado de jóvenes idealistas y policías con caras de pocos
amigos. De pronto todo se volvió aún más confuso y, sin mediar provocación, los
segundos comenzaron a aporrear a los primeros y, peor aún, las emprendieron en
mi contra. Entonces, ignorando de dónde saqué el valor para hacerlo, saqué la
espada de su vaina y comencé a lanzar cortes a diestra y siniestra, arrasando
con cuanto policía se cruzaba en mi camino. Cada vez que veía a uno de ellos a
la cara veía el rostro del pequeño demonio que me había arrebatado mi don más
preciado, y con más furia me defendía.
Cuando
la intensidad la batalla disminuyó, me miré las manos y las pasé por mi cara
cubierta de sudor. Los estudiantes me vitoreaban como a un héroe, pero según
yo, había cometido un acto criminal atroz. Sin embargo, al voltearme a mirar el
reguero de cadáveres que supuestamente había dejado a mi paso, me sorprendí al
ver que de las cabezas y cuellos cercenados se asomaban restos metálicos,
cables y fibras sintéticas.
—¿Todo
eso hay en tu cabeza? —inquirió el demonio que aún estaba parado ante la
pantalla de mi computador—. Ahora si estoy convencido. Eres un sujeto raro,
pero te respeto.
Era
la primera vez que le oía usar un tono algo más amable, aunque nunca supe si
sus palabras ocultaban algún tipo de halago o qué. El caso es que no me gruñó
más y me dijo:
—Antes
de irme, quiero pedirte una cosa.
—¿Te
vas tan pronto?
—Si
quieres que me quede, me quedo. Pero creo que mi presencia aún te incomoda.
Tenía
razón, mi pregunta era bastante estúpida.
—Bueno,
lo que te quería pedir —continuó—: cuando escribas sobre mí…
—¿Si?
—Deja
bien clarito que no soy un demonio, ¿bueno?
—Así
lo haré. Te lo promet…
No
alcancé a terminar mi promesa. La criatura se desvaneció. Al final nunca supe
qué era. Sólo sé que se dio el gusto de arrebatarme mi don más preciado, lo que
a su vez me hizo ver cosas muy raras. Ah, y también sé que él no era un demonio. Está claro, ¿cierto?