domingo, 22 de junio de 2014

si te arrebataran tu don más preciado? V

SI ME ARREBATARAN MI DON MÁS PRECIADO,
ARDERÍA TROYA

Han pasado 10 días desde que Fernanda solicitara la información y aún no recibe nada. Le han dicho que la evaluación de sus exámenes de suficiencia están listos y que resultó aprobada y que su estado físico es óptimo para la travesía, pero ella necesita contar con algún documento que lo acredite para poder partir. El problema es que se aproxima la fecha de salida y no le queda otra que esperar de brazos cruzados a que le envíen su certificación.
Su infinita paciencia le ha permitido sobrellevar la espera calmadamente, se ha dado tiempo para preparar su equipaje, despedirse de sus familiares y amigos, y para recorrer la Bóveda por última vez. Quiere llevarse buenos recuerdos de su hogar, pues va a pasar una buena temporada lejos de casa, pero está permanentemente inquieta por no contar con el antecedente que le permitirá realizar su viaje.
—¿Aló? —dice al teléfono—. Buenas tardes, quisiera hablar con don Claudio, por favor.
Es la tercera vez que trata de comunicarse con él, después de haber intentado infructuosamente que su asistente le diera alguna respuesta favorable desde que le informaran que su evaluación estaba lista. 9 días. Y el reloj sigue corriendo.
—¿Aló? —responde del otro lado de la línea una voz masculina.
—Don Claudio, buenas tardes.
—Señorita Fernanda, ¿qué tal le va?
—La verdad es que estoy un poco afligida —dice ella serenamente, pese a estar sintiendo realmente una gran aflicción.
—Cuénteme, ¿cómo la puedo ayudar?
—Lo que pasa es que llevo varios días esperando a recibir el resultado de mis exámenes, falta solo un día para el viaje y aún no tengo respuesta.
—Que raro —dice el hombre sonando  sorprendido—. Eso está listo hace días. ¿Por qué no viene a hablar con mi asistente para que ella busque el documento personalmente? Le dejaré el mensaje para que la espere, ¿le parece bien?
A Fernanda no le parece bien. Se suponía que el certificado le sería enviado electrónicamente al día siguiente de haberse hecho los exámenes, y que ella no necesitaría realizar trámites adicionales. Sin embargo, siente que no le queda otra alternativa más que aceptar la propuesta de mala gana.
La joven tarda poco más de media hora en llegar a la oficina de Control de Viajeros, donde pide entrevistarse con la asistente de don Claudio. Golpea la puerta del despacho y espera  tranquilamente a que alguien le responda. Como nadie lo hace, insiste. Y vuelve a insistir una tercera vez, solo que ésta no espera respuesta y asoma su cabeza.
—Permiso —dice con suavidad.
Tras un escritorio, Fernanda divisa una melena negra detrás de una pantalla que no reacciona ante su presencia.
—Buenas tardes —saluda Fernanda con cordialidad.
La mujer detrás de la pantalla alza la cabeza y se queda durante un par de segundos mirando a Fernanda con sus dos ojos claros e inexpresivos, sin responder el saludo.
—¿Qué se le ofrece? —pregunta con un desagradable tono nasalmente chillón.
Fernanda cree de inmediato que probablemente se encuentra frente a una persona que no se caracteriza precisamente por su amabilidad.
—Don Claudio me dijo que viniera a buscar el certificado de mis exámenes.
—Pero cómo, ¿no lo recibió en su correo?
Al oírla percibe que la asistente no tardará en hacerle perder los estribos, pero se contiene todo lo que puede y, sin quererlo, sus ojos van a dar justo bajo la nariz de la mujer. Por alguna razón, lo que ve le perturba aún más el ánimo y, de alguna manera la tenue coloración de esa parte del rostro de la asistente le irrita aún más. Resulta a lo menos absurdo, pero ese bigotillo le provoca un deseo curioso de arrancárselo de la forma más dolorosa posible.
—¿Usted cree que yo estaría aquí perdiendo el tiempo si lo hubiese recibido ya?
La molestia de Fernanda ya es evidente, pese a lo cual su tono de voz no lo denota.
—Pero si yo estoy segura de que se lo envié —insiste la asistente con un tono desagradable de estar segura de lo que dice—. ¿Revisó todas sus cuentas?
—Tengo solo una.
Fernanda piensa que en el mundo no puede haber otra persona más irritante que esa mujer, cuya tozudez ha llevado su paciencia hasta el límite. Aún así, hace un último intento por conservar la calma y pregunta:
—¿Sería tan amable de revisar?
De mala gana, la asistente se pone de pie, revelando un atuendo que a Fernanda le parece excesivamente ajustado. Sin quererlo, ríe ante la idea de tener que protegerse el rostro, por si es que un botón llegara a volar en su dirección ante un eventual estallido de la ropa de la mujer a causa de la enorme presión que parece ejercer sobre su cuerpo.
Por supuesto, nada de eso ocurre. Fernanda sigue intrigada los movimientos de la asistente, que lo único que parece estar haciendo es intentar fastidiarla. Únicamente tendría que revisar en su computador si le había enviado el dichoso documento, pero, en lugar de ello, espera tranquilamente que algo salga de la impresora.
Todo transcurre a una velocidad exasperantemente lenta y la actitud de la asistente no hace más que empeorar las cosas. Cada vez más irritada, Fernanda siente que de su interior surge una energía cálida e intensa, cuya fuente principal es la rabia que le ha provocado aquella situación tan estúpida. Al ver a la mujer tan displicente, vuelve a notar los pelillos bajo su nariz y la energía que se ha ido acumulando finalmente explota, causando una gran conmoción al interior de la oficina, desparramando papeles por el aire, arrojando cuanto hay sobre el escritorio al piso y haciendo que la mujer se estrelle contra la pared y caiga pesadamente al suelo. Envuelta en el remolino que provoca la energía a su alrededor, que agita revoltosamente su cabello, Fernanda se acerca a la mujer, la toma del cuello y la levanta sin esfuerzo a unos centímetros del suelo. Contempla con fascinación los ojos aterrados de la asistente y levanta un puño para asestarle un golpe.
Arde Troya. Y Fernanda se siente como el famoso caballo del cual surge esa energía oculta, como los soldados de la historia, dispuesta a arrasar aquello que la ha llevado al punto límite, extremo, de hacerle perder la paciencia, su don más preciado. Alza el puño con actitud fiera y lo dirige contra el rostro de la mujer pero, en el último momento lo desvía y azota la pared, dejando un vistoso forado.
La impresora termina de trabajar y la asistente se acerca a Fernanda para entregarle una hoja de papel.
—Esto es lo que quería, ¿no?
—Sí, gracias.

Tras entregarle el documento, la mujer vuelve a su puesto y fija la mirada en su computador, como si Fernanda no estuviese allí. Ella da media vuelta, se despide sin recibir respuesta alguna y se retira lo más rápido que puede del lugar, con la certeza de que acaba de conocer a la persona más desagradable del mundo. Que lindo habría sido tener la oportunidad de partirle la cara de verdad.