miércoles, 19 de junio de 2013

si no tuvieras miedo? IV

SI NO TUVIERA MIEDO, ESCUCHARÍA MUCHO MÁS
A MI GUATA Y MENOS A MI CABEZA

Merodeaba por un rincón alejado y oscuro de la bóveda, indecisa, vacilante, insegura de hacer lo que realmente quería hacer. Su estómago emitió un imperceptible gruñido que de inmediato asoció al hambre que sentía. Siempre tenía hambre. Pero se engañaba a sí misma, pues sabía que no era por hambre que sus entrañas reclamaban. Estaba nerviosa, pero no quería admitirlo. Tomó una gran bocanada de aire, como para darse ánimos para llevar a cabo aquello que tanto temía hacer, pero sus pies finalmente la llevaron en otra dirección.
Las enormes paredes de la bóveda disuadían a cualquiera que se animara a pensar si quiera en salir a la superficie sin autorización. El problema estaba en que, sólo para conseguir una autorización, tendría que esperar a lo menos un mes. Y quizá unos tres meses más para que le permitieran formar parte de una expedición. Era demasiado tiempo, considerando que la demolición sería en una semana.
Carla revisó por enésima vez su mochila, para comprobar que llevaba el equipo necesario y víveres suficientes para sobrevivir a su aventura. Estaba todo allí, sólo le faltaba la voluntad para tomar el riesgo más grande de su vida. La pregunta era: ¿estaba ella realmente dispuesta a asumirlo? Pues tenía muy claro que no sólo su vida correría peligro, sabía que, en cuanto llegara a la superficie, las autoridades la llevarían a la fuerza de vuelta a la bóveda. Pero sabía, también, que no necesitaría más de un minuto para cumplir su promesa.
“Ay” murmuró soltando un largo suspiro. “Si no tuviera miedo, escucharía mucho más a mi guata y menos a mi cabeza”, susurró para dejar salir el conflicto interno por el que atravesaba.
Envuelta en sus cavilaciones, dio varias vueltas, hasta que se aburrió y dejó caer su mochila para luego sentarse apoyando la espalda contra la pared que debía trepar si quería llegar a la superficie. La sensación de las piedras contra su piel, si bien era molesta, le permitió darse cuenta que el ascenso podía ser más fácil de lo que ella creía. Al mismo tiempo, pensó en las personas que habían tratado de disuadirla para que no lo intentara, que era muy peligroso. Algunos incluso le dijeron que estaba loca, y quizás era cierto. Pero al recordar a su familia y a sus amigos, tuvo la certeza de que no era así, que ella sabía perfectamente por qué lo hacía. Y también sabía que, de no hacerlo, nada pasaría, nadie se lo reprocharía, nadie dejaría de quererla o le daría la espalda. Pero sentía que tenía que hacerlo, precisamente por ellos… por ellos debía cumplir su promesa.
Ya un poco más decidida, Carla se puso de pie, se colgó la mochila sobre los hombros y aferró firmemente la primera piedra con su mano izquierda. Los primeros movimientos los realizó con determinación, sin pensar en nada más que en buscar los mejores puntos de apoyo para sus manos y sus pies. Sin embargo, tras varios minutos, que parecieron eternos, su mente fue llenándose nuevamente de imágenes que le trajeron a la memoria los días cuando vivía en la superficie.
“¡Qué tonta fui”, pensó al recordar cuantas cosas había dejado de hacer por obedecer lo que le dictaba la razón y no a los designios de su corazón. Sólo enfrentada a aquel enorme muro podía darse cuenta de lo limitada que había estado por que no se atrevía a dejarse llevar.
A medida que la distancia del suelo se acrecentaba, también lo hacía el cansancio de sus brazos y sus piernas. Carla tenía muy claro que ese cansancio pronto se transformaría en dolor, pero se daba ánimos pensando en lo poco que faltaba para llegar a lo más alto del muro. Al sentirse cerca de su objetivo, su memoria evocó los recuerdos de la ciudad, de la vista de las luces nocturnas o de las montañas nevadas. Seguir trepando significaba acercarse a ese pasado luminoso, tan lejano ya y tan distinto a su confinamiento en la bóveda. Significaba también ver por última vez la enorme estatua en la cima del cerro, aquella que pronto sería destruida con el afán de encontrar suelo fértil y limpio para volver a comenzar.
Los últimos metros fueron intensos. Si bien confiaba en que su equipo de seguridad la protegería de una grave caída, pasó más de un sobresalto cuando sus manos no lograban capturar la presa o uno de sus pies resbalaba, con lo que quedaba peligrosamente colgada a varios metros del suelo. La ansiedad por llegar a lo alto cuanto antes le estaba pasando la cuenta, pues su cuerpo ya no respondía con la misma agilidad con la que lo hacía al inicia su aventura. Además, su estómago volvía a gruñir, pero esta vez era porque realmente sentía hambre.
Llegar a su destino terminó siendo una labor agobiante y no disfrutó la escalada tanto como hubiese querido. Pero cuando por fin su espalda reposó sobre la dura superficie de la boca de entrada de la bóveda, una sensación de alivio y alegría se apoderó de ella. Estaba boca arriba, riendo como demente en su soledad, tratando de recuperar el aliento después del enorme esfuerzo físico que había realizado. Luego sacó su botella con agua, bebió un largo sorbo y devoró una buena parte de los víveres que llevaba consigo.
Cuando se sintió un poco más recuperada, se puso de pie y se encaminó hacia la puerta que separaba la bóveda del exterior. Creyó que le iba a costar más trabajo abrirla, por lo pesada que lucía, pero no fue así. Afuera la noche había caído largo rato atrás. Afortunadamente no había sol, ya que de lo contrario se habría achicharrado en minutos. La puerta de la bóveda quedaba cerca de la cima del cerro desde el cual se veía gran parte de la ciudad. Antes todo lo que podía abarcar con la vista se habría visto iluminado. Ahora gobernaba la oscuridad. Sólo las estrellas se atrevían a interrumpir la negrura prístina del cielo de la que otrora fuera una contaminada ciudad.

Carla estaba agotada, pero aún le quedaba el último tramo de su travesía. Debía llegar a la estatua, antes que alguien se diera cuenta que merodeaba en el exterior. Cada uno de los peldaños de la escalinata que llevaba a la estatua era un tormento para sus doloridas piernas, pero eso no la iba a detener estando tan cerca ya. Al llegar junto al imponente monumento, Carla se desplomó sobre sus rodillas y se dio cuenta que su vista estaba nublada por las lágrimas. Recordó la última vez que había visto la estatua desde su casa, cuando tuvo que abandonarla para buscar refugio en la bóveda. Fue entonces que hizo la promesa: “si mi familia y mis amigos logran sobrevivir, prometo que buscaré la forma de visitarte para darte las gracias”. El rostro pálido de la estatua había sido el único testigo de aquel compromiso que por fin podía dar por cumplido. Ambas lo habían hecho.