SI
NO TUVIERA MIEDO, ESCUCHARÍA MUCHO MÁS
A
MI GUATA Y MENOS A MI CABEZA
Merodeaba por un rincón alejado
y oscuro de la bóveda, indecisa, vacilante, insegura de hacer lo que realmente
quería hacer. Su estómago emitió un imperceptible gruñido que de inmediato
asoció al hambre que sentía. Siempre tenía hambre. Pero se engañaba a sí misma,
pues sabía que no era por hambre que sus entrañas reclamaban. Estaba nerviosa,
pero no quería admitirlo. Tomó una gran bocanada de aire, como para darse
ánimos para llevar a cabo aquello que tanto temía hacer, pero sus pies
finalmente la llevaron en otra dirección.
Las enormes paredes de la bóveda
disuadían a cualquiera que se animara a pensar si quiera en salir a la
superficie sin autorización. El problema estaba en que, sólo para conseguir una
autorización, tendría que esperar a lo menos un mes. Y quizá unos tres meses
más para que le permitieran formar parte de una expedición. Era demasiado
tiempo, considerando que la demolición sería en una semana.
Carla revisó por enésima vez su
mochila, para comprobar que llevaba el equipo necesario y víveres suficientes
para sobrevivir a su aventura. Estaba todo allí, sólo le faltaba la voluntad
para tomar el riesgo más grande de su vida. La pregunta era: ¿estaba ella
realmente dispuesta a asumirlo? Pues tenía muy claro que no sólo su vida
correría peligro, sabía que, en cuanto llegara a la superficie, las autoridades
la llevarían a la fuerza de vuelta a la bóveda. Pero sabía, también, que no
necesitaría más de un minuto para cumplir su promesa.
“Ay” murmuró soltando un largo
suspiro. “Si no tuviera miedo, escucharía mucho más a mi guata y menos a mi
cabeza”, susurró para dejar salir el conflicto interno por el que atravesaba.
Envuelta en sus cavilaciones, dio varias vueltas,
hasta que se aburrió y dejó caer su mochila para luego sentarse apoyando la
espalda contra la pared que debía trepar si quería llegar a la superficie. La
sensación de las piedras contra su piel, si bien era molesta, le permitió darse
cuenta que el ascenso podía ser más fácil de lo que ella creía. Al mismo
tiempo, pensó en las personas que habían tratado de disuadirla para que no lo
intentara, que era muy peligroso. Algunos incluso le dijeron que estaba loca, y
quizás era cierto. Pero al recordar a su familia y a sus amigos, tuvo la
certeza de que no era así, que ella sabía perfectamente por qué lo hacía. Y
también sabía que, de no hacerlo, nada pasaría, nadie se lo reprocharía, nadie
dejaría de quererla o le daría la espalda. Pero sentía que tenía que hacerlo,
precisamente por ellos… por ellos debía cumplir su promesa.
Ya un poco más decidida, Carla
se puso de pie, se colgó la mochila sobre los hombros y aferró firmemente la
primera piedra con su mano izquierda. Los primeros movimientos los realizó con
determinación, sin pensar en nada más que en buscar los mejores puntos de apoyo
para sus manos y sus pies. Sin embargo, tras varios minutos, que parecieron
eternos, su mente fue llenándose nuevamente de imágenes que le trajeron a la
memoria los días cuando vivía en la superficie.
“¡Qué tonta fui”, pensó al
recordar cuantas cosas había dejado de hacer por obedecer lo que le dictaba la
razón y no a los designios de su corazón. Sólo enfrentada a aquel enorme muro podía
darse cuenta de lo limitada que había estado por que no se atrevía a dejarse
llevar.
A medida que la distancia del
suelo se acrecentaba, también lo hacía el cansancio de sus brazos y sus
piernas. Carla tenía muy claro que ese cansancio pronto se transformaría en
dolor, pero se daba ánimos pensando en lo poco que faltaba para llegar a lo más
alto del muro. Al sentirse cerca de su objetivo, su memoria evocó los recuerdos
de la ciudad, de la vista de las luces nocturnas o de las montañas nevadas.
Seguir trepando significaba acercarse a ese pasado luminoso, tan lejano ya y
tan distinto a su confinamiento en la bóveda. Significaba también ver por
última vez la enorme estatua en la cima del cerro, aquella que pronto sería
destruida con el afán de encontrar suelo fértil y limpio para volver a
comenzar.
Los últimos metros fueron
intensos. Si bien confiaba en que su equipo de seguridad la protegería de una
grave caída, pasó más de un sobresalto cuando sus manos no lograban capturar la
presa o uno de sus pies resbalaba, con lo que quedaba peligrosamente colgada a
varios metros del suelo. La ansiedad por llegar a lo alto cuanto antes le
estaba pasando la cuenta, pues su cuerpo ya no respondía con la misma agilidad
con la que lo hacía al inicia su aventura. Además, su estómago volvía a gruñir,
pero esta vez era porque realmente sentía hambre.
Llegar a su destino terminó
siendo una labor agobiante y no disfrutó la escalada tanto como hubiese
querido. Pero cuando por fin su espalda reposó sobre la dura superficie de la
boca de entrada de la bóveda, una sensación de alivio y alegría se apoderó de
ella. Estaba boca arriba, riendo como demente en su soledad, tratando de
recuperar el aliento después del enorme esfuerzo físico que había realizado. Luego
sacó su botella con agua, bebió un largo sorbo y devoró una buena parte de los
víveres que llevaba consigo.
Cuando se sintió un poco más
recuperada, se puso de pie y se encaminó hacia la puerta que separaba la bóveda
del exterior. Creyó que le iba a costar más trabajo abrirla, por lo pesada que
lucía, pero no fue así. Afuera la noche había caído largo rato atrás.
Afortunadamente no había sol, ya que de lo contrario se habría achicharrado en
minutos. La puerta de la bóveda quedaba cerca de la cima del cerro desde el
cual se veía gran parte de la ciudad. Antes todo lo que podía abarcar con la
vista se habría visto iluminado. Ahora gobernaba la oscuridad. Sólo las
estrellas se atrevían a interrumpir la negrura prístina del cielo de la que
otrora fuera una contaminada ciudad.
Carla
estaba agotada, pero aún le quedaba el último tramo de su travesía. Debía
llegar a la estatua, antes que alguien se diera cuenta que merodeaba en el
exterior. Cada uno de los peldaños de la escalinata que llevaba a la estatua
era un tormento para sus doloridas piernas, pero eso no la iba a detener
estando tan cerca ya. Al llegar junto al imponente monumento, Carla se desplomó
sobre sus rodillas y se dio cuenta que su vista estaba nublada por las
lágrimas. Recordó la última vez que había visto la estatua desde su casa,
cuando tuvo que abandonarla para buscar refugio en la bóveda. Fue entonces que
hizo la promesa: “si mi familia y mis amigos logran sobrevivir, prometo que
buscaré la forma de visitarte para darte las gracias”. El rostro pálido de la
estatua había sido el único testigo de aquel compromiso que por fin podía dar
por cumplido. Ambas lo habían hecho.
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