UNA CITA PARA UN CAFÉ, UN TÉ, UNA CERVEZA…
LO QUE SEA
Una
mesita al aire libre de cualquier bar de la ciudad era suficiente. Las cartas
habían sido enviadas y nadie había dicho que no podría asistir. Lógicamente,
quienes confirmaron lo hicieron mediante un mensaje a través del móvil, que era
lo más cómodo. Daba lo mismo. Mientras fueran capaces de mantenerlos guardados
durante su reunión, daba igual. Quería la experiencia vívida de escuchar las
vidas relatadas por sus propios protagonistas. Ver sus rostros y escuchar su
tono de voz cuando lo hicieran. Estaba harta de tener que imaginarlo detrás de
una pantalla.
Estaba
cantada de las relaciones virtuales, es más, para ella no eran relaciones, eran
notas marcadas en un posit, pegadas en el escritorio, como si de un recado
cualquiera se tratara.
A pesar
de ello, era escéptica acerca de lo que había leído en días anteriores. Le
costaba creerlo y le parecía ridícula la
idea de que la pantallas lo controlaban todo y a todos. Mal que mal, se trataba
únicamente de dispositivos idiotas, desprovistos de toda inteligencia. ¿Cómo
iba a ser posible algo tan aberrante?
El único
punto flaco de su incredulidad era que lo había leído de alguien de confianza,
un amigo que, por cierto, también estaba invitado a la cita. Él solía decir
tonteras, pero nunca le había oído algo tan descabellado. Tal vez no era más
que una charada o un instante de locura, algún invento de su imaginación, quizá.
En fin,
daba lo mismo. Total, de ser cierta aquella historia absurda, ella había sido
capaz de burlar a la muerte ("le hice el quite a la pelá", como solía
decir) al menos un par de veces, y se había
recuperado satisfactoriamente de un accidente que la dejó como "la
biónica". Después de sobrevivir a todo eso, ningún aparato supuestamente
tiránico le asustaba mucho.
Con un ánimo
desbordante, Katia fue la primera en llegar al bar y, al rato, uno a uno se
fueron sumando sus invitados. A medida que iban tomando su lugar en la mesa,
Katia les fue pidiendo que trataran de evitar usar sus teléfonos, al menos por
un rato. No era una imposición, por supuesto, pero de alguna forma se las
arregló para hacerles saber que eso la incomodaría. Quería que toda la atención
estuviera puesta en ese instante que esperaba fuera magnífico.
La
velada estaba acompañada de una brisa suave y tibia, la luz del sol se atenuaba
a medida que el día daba paso al anochecer y la cerveza y los espumantes
ayudaban a agudizar el entusiasmo de los presentes. Katia se sentía dichosa,
habían llegado casi todos los invitados, salvo uno.
—Sus
razones habrá tenido —contestó cuando le preguntaron por él, sin darle mayor
importancia al asunto.
En
realidad, no le daba tanto lo mismo, le hubiese gustado que todos sus invitados
llegaran, pero no se iba a frustrar, pues “no siempre se obtiene todo lo que se
quiere”, pensó con una cuota de frustración.
Sin
embargo, no iba a dejar que eso menguara su alegría y prefirió olvidarse del
asunto. Al menos tanto como pudo, puesto que el destino caprichoso quiso que la
jornada terminara de otra forma.
Varias
horas habían pasado ya, la noche se había asentado, pero las ganas de pedir
otra ronda no se apagaban. Sin embargo, una molesta vibración comenzó a
perturbar a Katia. Era de alguien de su mesa, de eso no cabía duda, pero no podía
determinar quién era el propietario del móvil que zumbaba. La primera vez que
lo sintió, lo dejó pasar e hizo caso omiso de ello, pero la segunda vez se
comenzó a irritar.
Los
zumbidos continuaron a intervalos irregulares, pero nadie movió un dedo por
sacar su teléfono y revisarlo para comprobar quien se atrevía a interrumpir la
velada. Katia pensó que se trataba de un bonito gesto de parte de sus acompañantes,
que, pese a la insistencia del idiota que estaba del otro lado de la línea,
respetaban su solicitud de evitar el uso de los móviles.
El único
inconveniente radicaba en que la persistente vibración estaba exasperándola, al
límite de ponerla de mal humor.
—Oye —dijo
enfadada dirigiéndose a los presentes—, ¿a quién huevean tanto por celular?
Todos
la quedaron mirando un poco extrañados por su actitud, acompañados por un breve
instante de incómodo silencio. Hasta que una de sus amigas le dijo:
—Katia...
el celular que vibra... es el tuyo.
Las
carcajadas no se dejaron esperar, llevando a algunos al borde de las lágrimas.
Katia, a quien las mejillas se le habían sonrosado por una mezcla de rabia y
vergüenza, también reía, pero en el fondo se sentía terriblemente ridícula. Se
puso de pie y se alejó unos metros de la mesa, con la idea de lanzar lejos su
teléfono, para ver quién estaba arruinándole la noche. Era su amigo, el
comensal que faltaba.
En la
pantalla del móvil había un sinnúmero de notificaciones del servicio de
mensajería y, al abrirla, lo único que se leía era su nombre que se repetía
hasta el cansancio. Pero, para su sorpresa, en cuanto llegó al final de la
enorme lista de mensajes, de inmediato llegó uno nuevo:
“Katia,
el tiempo apremia. Vamos por ti”.
—¿De qué
está hablando este huevón? —susurró al leerlo.
Un
bocinazo desvió su atención y, al levantar la cabeza, vio que desde un automóvil
estacionado le hacían señales con las luces.
“Te
estamos esperando. Deja tu teléfono y ven con nosotros”.
“¿Por
qué?” —preguntó ella curiosa.
“Porque
eso que estás sintiendo ahora… ¿es real?”.
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