SI NO TUVIERA QUE VIVIR PARA TRABAJAR,
SEGUIRÍA TRABAJANDO Y APRENDIENDO CADA
DÍA
—¿Qué
pasa aquí? —se preguntó Carolina retóricamente.
El
ambiente festivo en la oficina no era ocasional, pero aquella mañana la
algarabía sobrepasaba todo lo esperable. Los miró a todos antes de entrar y
pensó en salir corriendo, pero su sentido de la responsabilidad pudo más que
sus ansias de huir.
Forzando
una sonrisa, saludó uno a uno a sus compañeros y trató de demostrar algo de
entusiasmo por unirse a lo que fuera que estuvieran festejando, pero en
realidad lo único que quería era sentarse, cumplir con sus labores, esperar el
horario de salida y recuperar la libertad.
Hacía
varios meses que cargaba con aquella sensación de ahogo, una suerte de
insatisfacción con esa “alegría mecanizada” que era el trabajo. Los típicos
eslóganes con los que había crecido comenzaban a perder sentido cuando revisaba
lo que hacía a diario. Eslóganes como “Tu trabajo es patria”, o “Tu trabajo
engrandece a tu Nación” no significaban mucho, si a lo más se dedicaba a revisar
que los puntos y las comas estuvieran ubicadas en el lugar correcto y que el
procedimiento fuera el mismo de siempre, no fuera a suceder que a algún
creativo se le ocurriera arruinar lo que ya funcionaba perfectamente bien.
Pero
Carolina tenía la sensación de que había otra manera de hacer las cosas. No
tenía muy claro cuál, pero podría investigar… ¿para qué? ¿Para hacer las cosas
mejor, más eficientes? ¿O simplemente para satisfacer su curiosidad? En
cualquier caso, era casi imposible arribar a alguna conclusión, pues esas
respuestas estaban vedadas. La inexistencia de manuales o textos impedía que
cualquier curioso pudiese atentar contra el orden y la estabilidad que a todos
hacía tan felices. Salvo a Carolina.
Durante
meses había logrado mantener oculto su descontento, pero aquel día sintió que
el cinismo con el que convivía a diario no podía ser normal y, aburrida del
bullicio, golpeó la mesa con fuerza y gritó:
—¡Por qué no se callan y me dejan
trabajar en paz!
Todo
el mundo quedó helado y un silencio muy incómodo se apoderó de la oficina,
hasta que uno de sus compañeros dijo:
—Esta
Carolina, tan graciosa que es.
Y
todos largaron a reír. Salvo Carolina, que fulminó fugazmente a su compañero
con la mirada. Ofuscada, se sentó en su silla y miró impávida la pantalla de su
computador. Los colores vivos del salvapantalla contrastaban con su estado de
ánimo y la frase que rebotaba por los bordes del aparato era casi una burla:
“sin tu trabajo, tu País no se mueve”. Fastidiada, presionó una de las teclas
para hacerla desaparecer y mostrar los programas que estaban siendo ejecutados.
Carolina
tenía la sensación de que su actitud le valdría ser menospreciada por la gente
de su trabajo, pero se sentía incapaz de demostrar una satisfacción que en
realidad no sentía. Trató de evadirse de lo que acababa de ocurrir y desvió su
atención a su correo electrónico. No tenía nuevos mensajes, pero le llamó la
atención ver que su bandeja de correo basura estaba llena. “Que raro”, susurró.
¿Cómo era posible que el Administrador no lo hubiese filtrado? Abrió la carpeta
correspondiente, aprestándose a borrar su contenido, pero, al hacerlo, el
asunto de los incontables y repetidos mensajes le paralizó la mente por
segundos que parecieron una eternidad. Al despabilar, sin quererlo, lo leyó en
voz baja:
—¿Qué
harías si no tuvieras que vivir para trabajar?
Al
darse cuenta de lo que había hecho, levantó la mirada con preocupación, pero al
notar que nadie la había oído, volvió la atención a la pantalla y abrió uno de
los mensajes. Estaba vacío. Uno a uno repitió el proceso, esperando encontrar
algún contenido adicional, pero solo se trataba del asunto. Un poco asustada, seleccionó todos los mensajes
y los eliminó, almacenando la pregunta en su mente.
Durante
los días que siguieron, ésta la persiguió adonde quisiera que fuese. No tenía
una respuesta, ni siquiera sabía si la necesitaba. Porque, siendo bien honesta
consigo misma, no sentía que ella viviera para trabajar, era algo que, hasta
hacía un tiempo al menos, le gustaba hacer. Pero, más allá de eso, ¿tenía
realmente una vida?
De
pronto, la sensación de insatisfacción se transformó en un vacío que no podía
llenar. ¿Cómo podía dar respuesta a todas sus preguntas, si no podía conocer
más que aquello que las autoridades aprobaban? ¿Dónde estaba el verdadero
conocimiento, el desarrollo de la razón? Su intuición le estaba diciendo a
gritos que algo no estaba bien su mundo, que la paz y la estabilidad de la que
gozaba la sociedad no eran más que una ilusión o una construcción falsa y
abstracta.
Al
regresar a la oficina después del fin de semana, Carolina se apresuró a revisar
su correo. Varios mensajes esperaban ser abiertos con instrucciones para las
tareas de aquel día, pero en ese momento era más importante revisar la carpeta
de correo no deseado. Sólo había un mensaje, pero el asunto seguía siendo el
mismo. Al igual que la vez anterior, pero menos esperanzada, lo abrió en busca
de algún contenido. Tal como esperaba, estaba en blanco. Sin embargo, como su
cabeza estaba más fría, se tomó el tiempo para ver los detalles del correo.
Había sido enviado a la 03:34 de la madrugada, pero lo más llamativo era la
extensión del dominio de la dirección del remitente. Era de su misma
institución, aunque no pudo distinguir a cuál de sus trabajadores pertenecía.
Pensó en responder, pero el temor a ser descubierta por el Administrador la
disuadió de hacerlo. Entonces, como si alguien le hubiese estado leyendo la
mente, un nuevo mensaje se descargó en la misma carpeta con el siguiente
asunto: “Carolina, no temas y responde: ¿qué harías si no tuvieras que vivir
para trabajar?”
Muerta
de miedo, Carolina tomó su cartera y salió a toda prisa de la oficina. Sabía
que se llevaría una gran reprimenda, pero estaba muy asustada como para
quedarse allí. Sin embargo, cuando estaba ante las puertas del añoso edificio,
se contuvo, respiró profundo y reflexionó. Ella no había hecho nada, así que no
tenía qué temer. Volvió sobre sus pasos rumbo a su oficina y, al entrar, sus aún
sorprendidos compañeros le preguntaron qué le ocurría.
—Nada,
se me había olvidado que tenía que sacar plata urgentemente —mintió.
Sin
decir más, volvió a su puesto y miró nuevamente su correo. Ahí estaba el
mensaje sin leer y, sobre éste, uno nuevo cuyo asunto rezaba: “Nadie sabrá qué
harías si no tuvieras que vivir para trabajar”.
Haciendo
acopio de todo su valor y fuerza de voluntad, presionó el botón “responder” y
sobre el asunto escribió: “no vivo para trabajar, trabajo para vivir”. La
respuesta no tardó en llegar: “¿Estás segura?”. Carolina no supo qué responder.
Realmente no estaba segura. De pronto se le vino una imagen de sí misma representada
por un engranaje, una pieza insignificante dentro de una máquina muy bien
lubricada con excesivo control e ignorancia. Llegó entonces a la conclusión de
que ella podría ser más útil si rompiera el paradigma del desconocimiento, si
pudiera de verdad aprender y buscar libremente las preguntas que se asomaban en
su mente.
“No,
no estoy segura”, respondió. Y acto seguido, antes que llegara un mensaje de
vuelta, volvió a escribir: “Si no tuviera que vivir para trabajar, seguiría
trabajando y aprendiendo cada día… solo por el placer de hacerlo”.
Durante
las siguientes horas, Carolina estuvo con el alma en un hilo. La carpeta de
correo no deseado parecía haberse congelado. Pensó que podría tratarse de un
problema con el servicio de correo, pero a su bandeja de entrada seguían
llegando nuevos mensajes. El temor a haber sido descubierta le heló las
extremidades. Hasta que, en el instante previo a presionar el botón “cerrar”
del programa, antes de retirarse a descansar, llegó el esperado correo:
“estación del ferrocarril en 15 minutos”.
Carolina
salió a toda prisa rumbo a la estación más cercana del subterráneo, pero una
vez estuvo ante la boca del túnel, no supo qué hacer. No sabía a qué iba a
enfrentarse: podría ser que hubiese sido descubierta. Y si era así, ¿qué iba a
ser de ella? ¿Qué le sucedería, si osaba desobedecer el orden imperante? Mientras
se enfrentaba a su propia indecisión, algo inesperado le abrió los ojos:
—Apúrate,
papá —oyó a una niña que tiraba de la mano a su progenitor—, o nos vamos a
perder el matrimonio del tío Fernando.
Al
oírla, Carolina se entristeció por el futuro que le esperaba a esa pequeña. El
tío Fernando no era más que un personaje ficticio de un programa de televisión.
Pero para la niña era otro miembro más de su familia. Era todo lo que su
imaginación, atrofiada por los dramas de su familia de la televisión, podía
concebir. Y no era la única.
Casi
con desesperación, bajó corriendo al subterráneo, cogió el primer tren y se
dirigió al lugar indicado. Al salir frente al terminal ferroviario, miró en
todas direcciones buscando algún indicio de qué era lo que buscaba, pero no vio
nada fuera de lo normal. Esperó varios minutos, pero nada ocurrió. Se había
tardado demasiado en decidirse a acudir a la cita. Decepcionada, buscó un taxi
y se dirigió a casa.
Durante el trayecto, con la
mirada perdida en el exterior del vehículo, buscó una palabra que describiera
lo que sentía en ese momento, pero estaba muy ofuscada para dar con ella. Pero,
al buscar en su cartera el dinero para pagar el taxi, se llevó una gran
sorpresa: encontró una hoja de papel, que ella no había puesto allí. Esperó a
que el taxista se alejara para examinar el hallazgo. Tenía una inscripción
escrita a mano, toda una rareza, que rezaba:
“La
curiosidad y la necesidad de conocimiento no se pueden controlar. Por más que
lo intenten, las letras no mueren, están allí, en algún lugar, para satisfacer
tu necesidad. Descuida, ellas llegarán a ti, solo debes ser paciente y no
sentir temor. No estás sola, somos cientos los que traeremos el fin a esta era
de oscuridad. Entonces, los libros volverán a ver la luz. Ven con nosotros y
podrás seguir trabajando y aprendiendo cada día.”
Carolina
sonrió, sacó su encendedor de la cartera y destruyó la nota. En su memoria, el
mensaje jamás podría ser borrado.
A la memoria de Ray Bradbury (1920-2012)