martes, 30 de julio de 2013

si no tuvieras que vivir para trabajar? II

SI NO TUVIERA QUE VIVIR PARA TRABAJAR,
SEGUIRÍA TRABAJANDO Y APRENDIENDO CADA DÍA

                —¿Qué pasa aquí? —se preguntó Carolina retóricamente.
                El ambiente festivo en la oficina no era ocasional, pero aquella mañana la algarabía sobrepasaba todo lo esperable. Los miró a todos antes de entrar y pensó en salir corriendo, pero su sentido de la responsabilidad pudo más que sus ansias de huir.
                Forzando una sonrisa, saludó uno a uno a sus compañeros y trató de demostrar algo de entusiasmo por unirse a lo que fuera que estuvieran festejando, pero en realidad lo único que quería era sentarse, cumplir con sus labores, esperar el horario de salida y recuperar la libertad.
                Hacía varios meses que cargaba con aquella sensación de ahogo, una suerte de insatisfacción con esa “alegría mecanizada” que era el trabajo. Los típicos eslóganes con los que había crecido comenzaban a perder sentido cuando revisaba lo que hacía a diario. Eslóganes como “Tu trabajo es patria”, o “Tu trabajo engrandece a tu Nación” no significaban mucho, si a lo más se dedicaba a revisar que los puntos y las comas estuvieran ubicadas en el lugar correcto y que el procedimiento fuera el mismo de siempre, no fuera a suceder que a algún creativo se le ocurriera arruinar lo que ya funcionaba perfectamente bien.
                Pero Carolina tenía la sensación de que había otra manera de hacer las cosas. No tenía muy claro cuál, pero podría investigar… ¿para qué? ¿Para hacer las cosas mejor, más eficientes? ¿O simplemente para satisfacer su curiosidad? En cualquier caso, era casi imposible arribar a alguna conclusión, pues esas respuestas estaban vedadas. La inexistencia de manuales o textos impedía que cualquier curioso pudiese atentar contra el orden y la estabilidad que a todos hacía tan felices. Salvo a Carolina.
                Durante meses había logrado mantener oculto su descontento, pero aquel día sintió que el cinismo con el que convivía a diario no podía ser normal y, aburrida del bullicio, golpeó la mesa con fuerza y gritó:
                —¡Por qué no se callan y me dejan trabajar en paz!
                Todo el mundo quedó helado y un silencio muy incómodo se apoderó de la oficina, hasta que uno de sus compañeros dijo:
                —Esta Carolina, tan graciosa que es.
                Y todos largaron a reír. Salvo Carolina, que fulminó fugazmente a su compañero con la mirada. Ofuscada, se sentó en su silla y miró impávida la pantalla de su computador. Los colores vivos del salvapantalla contrastaban con su estado de ánimo y la frase que rebotaba por los bordes del aparato era casi una burla: “sin tu trabajo, tu País no se mueve”. Fastidiada, presionó una de las teclas para hacerla desaparecer y mostrar los programas que estaban siendo ejecutados.
                Carolina tenía la sensación de que su actitud le valdría ser menospreciada por la gente de su trabajo, pero se sentía incapaz de demostrar una satisfacción que en realidad no sentía. Trató de evadirse de lo que acababa de ocurrir y desvió su atención a su correo electrónico. No tenía nuevos mensajes, pero le llamó la atención ver que su bandeja de correo basura estaba llena. “Que raro”, susurró. ¿Cómo era posible que el Administrador no lo hubiese filtrado? Abrió la carpeta correspondiente, aprestándose a borrar su contenido, pero, al hacerlo, el asunto de los incontables y repetidos mensajes le paralizó la mente por segundos que parecieron una eternidad. Al despabilar, sin quererlo, lo leyó en voz baja:
                —¿Qué harías si no tuvieras que vivir para trabajar?
                Al darse cuenta de lo que había hecho, levantó la mirada con preocupación, pero al notar que nadie la había oído, volvió la atención a la pantalla y abrió uno de los mensajes. Estaba vacío. Uno a uno repitió el proceso, esperando encontrar algún contenido adicional, pero solo se trataba del asunto. Un  poco asustada, seleccionó todos los mensajes y los eliminó, almacenando la pregunta en su mente.
                Durante los días que siguieron, ésta la persiguió adonde quisiera que fuese. No tenía una respuesta, ni siquiera sabía si la necesitaba. Porque, siendo bien honesta consigo misma, no sentía que ella viviera para trabajar, era algo que, hasta hacía un tiempo al menos, le gustaba hacer. Pero, más allá de eso, ¿tenía realmente una vida?
                De pronto, la sensación de insatisfacción se transformó en un vacío que no podía llenar. ¿Cómo podía dar respuesta a todas sus preguntas, si no podía conocer más que aquello que las autoridades aprobaban? ¿Dónde estaba el verdadero conocimiento, el desarrollo de la razón? Su intuición le estaba diciendo a gritos que algo no estaba bien su mundo, que la paz y la estabilidad de la que gozaba la sociedad no eran más que una ilusión o una construcción falsa y abstracta.
                Al regresar a la oficina después del fin de semana, Carolina se apresuró a revisar su correo. Varios mensajes esperaban ser abiertos con instrucciones para las tareas de aquel día, pero en ese momento era más importante revisar la carpeta de correo no deseado. Sólo había un mensaje, pero el asunto seguía siendo el mismo. Al igual que la vez anterior, pero menos esperanzada, lo abrió en busca de algún contenido. Tal como esperaba, estaba en blanco. Sin embargo, como su cabeza estaba más fría, se tomó el tiempo para ver los detalles del correo. Había sido enviado a la 03:34 de la madrugada, pero lo más llamativo era la extensión del dominio de la dirección del remitente. Era de su misma institución, aunque no pudo distinguir a cuál de sus trabajadores pertenecía. Pensó en responder, pero el temor a ser descubierta por el Administrador la disuadió de hacerlo. Entonces, como si alguien le hubiese estado leyendo la mente, un nuevo mensaje se descargó en la misma carpeta con el siguiente asunto: “Carolina, no temas y responde: ¿qué harías si no tuvieras que vivir para trabajar?”
                Muerta de miedo, Carolina tomó su cartera y salió a toda prisa de la oficina. Sabía que se llevaría una gran reprimenda, pero estaba muy asustada como para quedarse allí. Sin embargo, cuando estaba ante las puertas del añoso edificio, se contuvo, respiró profundo y reflexionó. Ella no había hecho nada, así que no tenía qué temer. Volvió sobre sus pasos rumbo a su oficina y, al entrar, sus aún sorprendidos compañeros le preguntaron qué le ocurría.
                —Nada, se me había olvidado que tenía que sacar plata urgentemente —mintió.
                Sin decir más, volvió a su puesto y miró nuevamente su correo. Ahí estaba el mensaje sin leer y, sobre éste, uno nuevo cuyo asunto rezaba: “Nadie sabrá qué harías si no tuvieras que vivir para trabajar”.
                Haciendo acopio de todo su valor y fuerza de voluntad, presionó el botón “responder” y sobre el asunto escribió: “no vivo para trabajar, trabajo para vivir”. La respuesta no tardó en llegar: “¿Estás segura?”. Carolina no supo qué responder. Realmente no estaba segura. De pronto se le vino una imagen de sí misma representada por un engranaje, una pieza insignificante dentro de una máquina muy bien lubricada con excesivo control e ignorancia. Llegó entonces a la conclusión de que ella podría ser más útil si rompiera el paradigma del desconocimiento, si pudiera de verdad aprender y buscar libremente las preguntas que se asomaban en su mente.
                “No, no estoy segura”, respondió. Y acto seguido, antes que llegara un mensaje de vuelta, volvió a escribir: “Si no tuviera que vivir para trabajar, seguiría trabajando y aprendiendo cada día… solo por el placer de hacerlo”.
                Durante las siguientes horas, Carolina estuvo con el alma en un hilo. La carpeta de correo no deseado parecía haberse congelado. Pensó que podría tratarse de un problema con el servicio de correo, pero a su bandeja de entrada seguían llegando nuevos mensajes. El temor a haber sido descubierta le heló las extremidades. Hasta que, en el instante previo a presionar el botón “cerrar” del programa, antes de retirarse a descansar, llegó el esperado correo: “estación del ferrocarril en 15 minutos”.
                Carolina salió a toda prisa rumbo a la estación más cercana del subterráneo, pero una vez estuvo ante la boca del túnel, no supo qué hacer. No sabía a qué iba a enfrentarse: podría ser que hubiese sido descubierta. Y si era así, ¿qué iba a ser de ella? ¿Qué le sucedería, si osaba desobedecer el orden imperante? Mientras se enfrentaba a su propia indecisión, algo inesperado le abrió los ojos:
                —Apúrate, papá —oyó a una niña que tiraba de la mano a su progenitor—, o nos vamos a perder el matrimonio del tío Fernando.
                Al oírla, Carolina se entristeció por el futuro que le esperaba a esa pequeña. El tío Fernando no era más que un personaje ficticio de un programa de televisión. Pero para la niña era otro miembro más de su familia. Era todo lo que su imaginación, atrofiada por los dramas de su familia de la televisión, podía concebir. Y no era la única.
                Casi con desesperación, bajó corriendo al subterráneo, cogió el primer tren y se dirigió al lugar indicado. Al salir frente al terminal ferroviario, miró en todas direcciones buscando algún indicio de qué era lo que buscaba, pero no vio nada fuera de lo normal. Esperó varios minutos, pero nada ocurrió. Se había tardado demasiado en decidirse a acudir a la cita. Decepcionada, buscó un taxi y se dirigió a casa.
                Durante el trayecto, con la mirada perdida en el exterior del vehículo, buscó una palabra que describiera lo que sentía en ese momento, pero estaba muy ofuscada para dar con ella. Pero, al buscar en su cartera el dinero para pagar el taxi, se llevó una gran sorpresa: encontró una hoja de papel, que ella no había puesto allí. Esperó a que el taxista se alejara para examinar el hallazgo. Tenía una inscripción escrita a mano, toda una rareza, que rezaba:
                “La curiosidad y la necesidad de conocimiento no se pueden controlar. Por más que lo intenten, las letras no mueren, están allí, en algún lugar, para satisfacer tu necesidad. Descuida, ellas llegarán a ti, solo debes ser paciente y no sentir temor. No estás sola, somos cientos los que traeremos el fin a esta era de oscuridad. Entonces, los libros volverán a ver la luz. Ven con nosotros y podrás seguir trabajando y aprendiendo cada día.”

                Carolina sonrió, sacó su encendedor de la cartera y destruyó la nota. En su memoria, el mensaje jamás podría ser borrado.

A la memoria de Ray Bradbury (1920-2012)

miércoles, 17 de julio de 2013

si no tuvieras que vivir para trabajar? I

SI NO TUVIERA QUE VIVIR PARA TRABAJAR,
PLANTARÍA

                Pasaban de las tres de la tarde. El turno era tan aburrido como todos los de aquella primera semana. Más allá de las paredes subterráneas del Centro, el Astro Rey brillaba en todo su radiante esplendor, pero a Roberto no le quedaba más que contentarse con la luz artificial del Área Médica. Le resultaba ridículo tener que quedarse allí, sin hacer nada más que mirarse las caras con Javier, su aprendiz y asistente, cuando en la superficie había tanto por hacer. Pero como el único médico de la expedición, era su deber permanecer atento ante cualquier contingencia que pudiera surgir.
                Tal como estaban las cosas, habría preferido quedarse en el Asentamiento junto a su pareja y sus hijas. ¡Oh, cuanto las extrañaba! Pero cuando se unió al grupo de terraformadores, pensó que su trabajo y su vida cobrarían un nuevo sentido, pues él iba a contribuir a que, tal vez no sus chicas, pero si su descendencia, pudieran pasear libremente por el exterior. Y no era así.
                —Doctor, voy por un café —dijo Javier quitando la vista de un gordo libro de medicina—, ¿se le ofrece alguna cosa?
                —No, muchas gracias.
                Era un buen muchacho. Entusiasta y con ganas de aprender. Pero Roberto presentía que el aburrimiento tarde o temprano terminaría por desmotivarlo... igual que a él. "¡No!" se dijo a sí mismo. Él no era así. No podía ser que se dejara llevar por la monotonía del lugar. Había algo que él quería hacer más que nada en el mundo y tenía muy claro que, cuando algo se le metía en la cabeza, siempre, pero siempre, era capaz de encontrar la forma de llevarlo a cabo. Y ésta no sería la excepción.
                —¡Javier! —exclamó—. Voy a subir.
                —Pero, doctor —respondió el asistente desde una sala contigua—, ¿y si algo se presenta?
                —Confío en que sabrás resolverlo. Y si no, me buscas.
                —¿Y dónde lo encuentro?
                —Haciendo lo que vine a hacer: plantando.
                Roberto sintió tal satisfacción al decirlo, que supo de inmediato que nada ni nadie le impediría tomar una palita, enterrarla en suelo fértil, y colocar allí la semilla del futuro. Era su anhelo, era exactamente lo que quería hacer con su vida.
                El elevador no tardó en recorrer las tres plantas que separaban el Área Médica de la superficie. Al salir, ante su vista se extendió el inmenso domo geodésico, bastión del deseo terraformador de los seres humanos. La atmósfera de su interior era un nivel intermedio entre el ambiente habitable por el hombre y el aire nocivo del exterior. Para ingresar al domo era necesario emplear trajes especiales capaces de reciclar el aire y el agua del cuerpo humano. Las condiciones de trabajo no eran las mejores, pero las personas que se empeñaban en la labor de dotar al domo de un medio apto para la vida humana eran verdaderos héroes y heroínas.
                Pero Roberto no buscaba ningún tipo de reconocimiento, él sólo quería volver a sentir la tierra en sus manos, bajo sus pies, ante sus ojos, quería sentir la dicha de dar inicio a la vida que brotaría desde allí y que haría posible que el ser humano pudiese salir al mundo exterior y pasear por él sin necesidad de máscaras.
                El médico tardó varios minutos en la cámara de acceso al domo, intentado encontrar un traje de su talla, pero aparentemente todos estaban siendo utilizados en ese momento. Le llamó la atención que, pese a la ausencia de trajes auxiliares, no hubiera urgencias médicas por la exposición al aire tóxico del domo. Bastaba un pinchazo para que se colaran en su interior los gases nocivos, pero todo parecía indicar que éstos eran más confiables de lo que cabía imaginar. Por supuesto, Roberto no iba a permitir que eso fuera un impedimento y recorrió todo el lugar con la esperanza de hallar algo que le permitiera circular en forma segura por la zona de cultivo. Hasta que finalmente lo encontró. Era un traje más pequeño, en el que no entraría de ninguna forma, pero tomando el casco, la mascarilla, las mangueras, algunas bolsas de nylon y un poco de cinta adhesiva, podría hacerse con un buen sustituto.
                Tardó varios minutos en completar su versión de un traje de sobrevivencia, pero cuando estuvo listo, creyó que nada tendría que envidiarle a uno auténtico. Se lo calzó de prisa y probó que todos los sistema de purificación estuvieran funcionando y que no hubiese filtraciones. Hasta allí, todo iba perfecto, sólo le faltaba una pala y estaría listo para entrar al domo.
                La cámara interior daba a una esclusa hermética, donde el grupo de terraformadores debía tomar una ducha descontaminante antes de poder sacarse los trajes cuando regresaban del domo. Además, previo a ingresar a la cámara, la esclusa se vaciaba de todos los gases que ingresaban desde el interior del domo y se renovaba con aire puro, para igualar las condiciones ambientales adecuadas para el ser humano. Roberto esperó pacientemente a que se llevara a cabo todo el proceso e ingresó triunfalmente a la imponente estructura. Aparentemente su presencia no llamó mucho la atención, a pesar de las peculiaridades de su traje, pues todo el mundo ser encontraba muy afanado en sus labores de cultivo.
                Para pasar los más desapercibido posible, Roberto buscó un lugar apartado del resto del grupo, mientras recorría con la mirada el paisaje que se hallaba más allá del domo. Un frío intenso le recorrió la espalda al ver tan próximo el exterior y percibirlo tan inhóspito, tan abandonado. Recordó un tiempo anterior, un pasado muy lejano ya, cuando todo eso estaba lleno de vida. Allá afuera los vestigios de una vieja cerca le trajeron a la memoria aquellos años en que él personalmente cultivaba esa misma tierra con sus propias manos.
            Abandonando el dolor que la escena le provocaba, se arrodilló y sostuvo su pala con determinación, hundiéndolo sobre la tierra húmeda y extrajo varios puñados que amontonó alrededor. Luego sacó del estuche de su traje unas semillas que había metido de "contrabando" y las depositó con delicadeza en el agujero. Con una fe ciega cubrió de tierra los pequeños granos y deseó con fervor que bajo ese suelo fértil volvieran a crecer los árboles que habían dado vida a aquel lugar que en otro tiempo fuese, no sólo su hogar, sino el de toda la humanidad.

jueves, 4 de julio de 2013

si no tuvieras miedo? V

LIMPIARÍA CHILE DE CORRUPTOS,
SINVERGÜENZAS Y DELINCUENTES

Al principio no era más que una leyenda urbana, un mito ilógico que había surgido de excéntricas charlas de borrachos del interior de un bar de mala muerte o de un exótico pub. Más tarde la leyenda cobró vida, pero la opinión generalizada apuntaba a que el Sujeto Desconocido era sólo un chalado. No faltaron los que, incluso, llegaron a aplaudir sus actos. Mal que mal, no hacía otra cosa que limpiar las calles de Santiago. Nadie lloraría a un par de criminales menos infestando el alma de la ciudad.
Pero la opinión de esos pocos estaba próxima a cambiar. Claro, cualquiera cambia cuando tocan sus intereses. Sea como sea, el cambio del Sujeto Desconocido fue paulatino. De simples delincuentes callejeros, pasó a criminales peligrosos y más tarde a funcionarios corruptos. Pero los más recientes ataques a determinados edificios tenían el sello de este legendario sujeto, y los poderosos comenzaron a temblar.
Durante tres noches seguidas se registraron estruendosas explosiones en varias dependencias de una prestigiosa compañía administradora de pensiones, provocando cuantiosos daños materiales. Los ataques, que de inmediato conmocionaron a la opinión pública, podrían haberse atribuido a algún tipo de grupo subversivo, salvo por un pequeño detalle que puso bajo sospecha al mismo Sujeto Desconocido: en todos los edificios atacados podía leerse rayada la leyenda “la limpieza recién comienza”. La misma inscripción había sido encontrada en panfletos abandonados en los lugares de sus ataques anteriores.
El Gobierno de inmediato se avocó a la labor de su identificación y captura, poniendo a sus mejores recursos a cargo de la investigación, pero no logró dar con él sino hasta que fue demasiado tarde.
*
Eduardo había sido por años un notable caso de estudio para los neurólogos. Durante mucho tiempo, los especialistas habían sido incapaces de determinar por qué había nacido imposibilitado de sentir el más mínimo temor. Y no es que él fuera excepcionalmente valiente, sino que jamás había tenido que enfrentar al miedo, pues no podía sentirlo, no lo conocía. Ello muchas veces lo había llevado a ponerse innecesariamente en situaciones de peligro para su integridad física sin que le importara en lo absoluto.
Una posible explicación a este fenómeno la planteó un experto neurocirujano que tenía vasta experiencia en estudios acerca del miedo, quien sometió a Eduardo a numerosos exámenes, luego de ser liberado tras estar un par de meses en prisión. Su conclusión: el sujeto había nacido con una lesión en la corteza cingular anterior del cerebro, que resultaba ser incurable. Ello lo habría motivado a tomar algunas decisiones radicales en su vida, de aquellas que la mayoría de la gente se abstiene por temor a sufrir algún mal, las que finalmente acabaron llevándolo a la cárcel.
Todo comenzó con las palabras de un viejo amigo que quedaron grabadas a fuego en la mente de Eduardo, durante un encuentro en el que primaron las bebidas alcohólicas y la buen comida:
—Oye, compadre —dijo—, si yo fuera como tú, limpiaría todo el país de corruptos sinvergüenzas y delincuentes de todo tipo… voh podríai ser un auténtico “Súper Pollo”.
En aquella ocasión todos rieron a carcajadas, pero jamás imaginaron que, a la larga, Eduardo se lo tomaría muy en serio.
El primer evento ocurrió poco tiempo después de aquella reunión. Eduardo se encontraba detenido ante la luz roja de un semáforo, cuando presenció como un sujeto le arrebataba en forma sorpresiva su teléfono celular a una joven que se disponía a cruzar la calle. Él, casi sin pensarlo, pisó el acelerador, ignorando la señal de detención y se lanzó en persecución del individuo, al cual logró dar caza a un par de cuadras. Tal era su prisa, que se subió a la vereda haciendo que el delincuente se estrellara contra el costado del vehículo. Eduardo no demoró en actuar, se bajó del auto y, premunido de la llave de tuercas de los neumáticos, le propinó una paliza descomunal al individuo. Luego le arrebató el teléfono robado, se subió con toda calma a su automóvil y se devolvió en busca de la propietaria del aparato. La chica, agradecida del gesto de este improvisado héroe, ni siquiera se preguntó cómo había sido capaz de recuperar el equipo.
Situaciones como esa comenzaron a repetirse, con la diferencia que Eduardo comenzó a buscarlas. En más de una ocasión terminó con heridas cortantes, incluso en alguna oportunidad una bala por poco le da en el estómago. Pero él ni se inmutaba. Nada le asustaba y eso era una ventaja para esta suerte de vigilante en la que se estaba convirtiendo, pero el costo para su propia seguridad era demasiado alto, algo que él mismo era incapaz de dimensionar. En particular tomando en cuenta que la ausencia de miedo no significaba una falta de emoción en lo que hacía, lo que produjo en él un gozo cada vez mayor con la adrenalina que le provocaba enfrentar delincuentes.
Ya cuando se hubo acostumbrado a este papel de vigilante, tomó la decisión de dejar su firma en cada uno de sus actos heroicos. Así fue como, cada vez que la policía daba con uno de los criminales que habían sufrido el castigo de Eduardo, encontraban junto al malogrado un papel en el que se leía la consigna "la limpieza recién comienza".
Así, la cruzada de Eduardo sólo tenía como blanco a meros delincuentes comunes, muchos de ellos realmente peligrosos y violentos. Pero poco a poco su limpieza comenzaría a escalar y se tornaría algo personal. La primera vez que varió su modus operandi fue justo el día después que un funcionario de dudosa reputación le amenazó con las penas del infierno si no lo sobornaba para evitar el pago de una multa de tránsito que le habían cursado, precisamente uno de aquellos días en que había abandonado su auto para hacer papilla a un asaltante. Eduardo quiso quejarse con el juez, pero le fue imposible acercarse a él siquiera y terminó en un calabozo por desacato. Ser víctima de semejante acto de corrupción le hizo hervir la sangre al punto que elaboró un minucioso plan para castigarlo. Haciendo uso de sus conocimientos en mecánica, se apoderó del automóvil del corrupto durante toda una mañana, mientras éste cumplía su jornada de trabajo y efectuó algunos "ajustes" clandestinos a la máquina. Horas más tarde, el corrupto era llevado en una ambulancia rumbo a un centro asistencial para ser atendido por las lesiones que sufrió en un accidente de tránsito. Lo más llamativo del caso era que, en el airbag del vehículo se leía la inscripción "la limpieza recién comienza".
A esas alturas parecía que la temeridad de Eduardo había tocado techo, y las autoridades comenzaron a preocuparse. La leyenda de la aparición de un vigilante en la ciudad se estaba esparciendo como la pólvora y muchos se vieron tentados a imitarlo, y su firma comenzó a replicarse en distintos puntos de la ciudad. La diferencia, como lo notaría un detective más tarde, estaba en que Eduardo nunca buscó realmente un beneficio personal y sólo reaccionaba a lo que él consideraba injusto o ilegítimo. Así lo pudo comprobar cuando lo entrevistó en la comisaría luego de su detención.
La historia de su arresto es algo confusa. Algunos creen, aún hoy, que Eduardo buscó intencionalmente ser capturado, con la finalidad de detener la ola de ataques que se había producido utilizando su sello. Otros simplemente piensan que cayó en la cárcel producto de su temeridad y total desconocimiento del miedo. Lo único claro, es que estaba furioso y, si se piensa racionalmente, sus razones tenía, pues fueron varios los abusos que no sólo presenció, sino de los que también fue víctima.
El primer evento ocurrió al momento del retiro de su madre, pues, pese a haber trabajado durante toda su vida adulta, obtendría una pensión que parecía una miseria. Eduardo reaccionó indignado y orquestó un plan para atacar varias sucursales del organismo de pensiones, tan meticuloso que parecía ser obra de grupos subversivos. Sin embargo, el trabajo era obra suya y, por lo tanto, firmó cada uno de los edificios atacados.
Pero eso no lo dejó contento, sobre todo después de que le embargaran su auto, su bien más preciado, por una deuda ridícula que no quiso pagar, porque le habían subido unilateral y arbitrariamente las comisiones de su tarjeta de crédito. Fue entonces que Eduardo perdió los estribos y determinó que esta vez eran quienes verdaderamente envenenaban el alma de su país lo que tenían que pagar. Y por eso fue que se apareció en un prestigioso evento empresarial, entre cuyos asistentes se encontraba lo más granado de la élite económica y política, incluyendo a Ministros de Estado, ataviado con un vistoso  chaleco bomba y un detonador en una de sus manos. La conmoción y el caos fueron totales. Eduardo se encontró rodeado de hombres armados dispuestos a dispararle, pero él ni se inmutó ni lanzó exigencia o consigna alguna. Pasaron varias horas de extrema tensión, hasta que, cansado de que le preguntaran cuáles eran sus demandas, Eduardo se acercó a la testera y habló:
—Ustedes merecen lo que va a pasarles, porque ustedes son los que envenenan el alma de este país con su inmunda avaricia. Corrompen todo lo que tocan y ya no estoy dispuesto a seguir tolerándolo. Por eso, hoy, cuando acabe con ustedes, la limpieza llegará a su fin.
Luego de eso se oyó un disparo. Eduardo cayó herido y, al soltarse el detonador de su mano, se produjo una leve explosión que causó un impacto tremendo entre los aterrorizados asistentes. Acto seguido, del chaleco de Eduardo brotaron miles de tiras de papel picado que se esparcieron por todo el lugar, ante las miradas atónitas y horrorizadas de éstos. En cada uno de ellos estaba escrita con tinta roja la frase "la limpieza ha llegado a su fin".