LEERÍA LOS LIBROS QUE TENGO PENDIENTES…
Y APRENDERÍA A COCINAR
—¡Ah, cresta! —exclamó Natalia,
al sentir el olor a humo que salía de la cocina.
Era
la tercera vez en la semana que quemaba la cena y su hijo ya estaba empezando a
reclamar por tener que comer otra vez comida envasada. A ella le habría
encantado poder prepararle una cena que pudiera disfrutar de verdad, pero tenía
tantas cosas que hacer, que no podía dedicarle mucho tiempo a aprender a
cocinar como quería. Ese día, no le quedó otro remedio más que volver a abrir
una lata de comida deshidratada, agregarle un poco de agua y meterla al horno
microondas.
Al
siguiente día, temprano por la mañana, mientras se dirigía en su camioneta
rumbo a la clínica, recordó su frustrado intento culinario de la noche anterior
y se dio cuenta de que no se trataba de un simple capricho. Estaba tan
consumida por su trabajo y por sus labores domésticas, que en realidad no le
alcanzaban las horas del día para aprender a hacer cosas nuevas, salir con sus
amigos o, simplemente, no hacer nada, si se le daba la regalada gana.
Tan
perdida estuvo en sus pensamientos, que no se dio cuenta de cuándo llegó a la
clínica y que el vehículo estaba esperando a que descendiera para poder ir a
estacionarse. Con un dejo de apatía, Natalia se bajó de la camioneta y la vio
alejarse, preguntándose por primera vez dónde iría a parar cuando ella no
estaba abordo. Entonces se percató de que había tantas cosas que ignoraba, pero
que, pese a que despertaban su curiosidad, no tenía tiempo para intentar
comprenderlas.
Repentinamente
el desgano se apoderó de ella y, si había tenido ganas de trabajar aquel día,
por culpa de aquellos pensamientos, éstas se esfumaron. Entró a la clínica
arrastrando los pies, deseando estar de regreso en la comodidad de su cama,
pero aceptó con resignación el hecho de aguantar varias horas antes de poder
volver a ella.
Natalia
notó con cierta molestia que el primer paciente de la mañana ya esperaba a ser
atendido. Pese a su estado de ánimo, lo recibió con su sonrisa habitual, lo
invitó a pasar a la habitación y le ayudó a acomodarse en el sillón. Se trataba
de un niño tembloroso, que se notaba un poco asustado de ver tanto instrumental
siniestro rodeándolo, pero que se calmó rápidamente cuando Natalia le tomó la
mano y le dijo:
—Tranquilo,
no vamos a usar nada de esto.
Sentándose
junto al sillón, acercó una mesita sobre cuya superficie había un busto metálico.
—Te
presento a TITO. Él va a ser nuestro ayudante.
TITO
(Teeth Instrumental Orthodontics) era un robot especializado que permitía
simular la cavidad bucal del paciente, para la fabricación de piezas de
ortodoncia. Mediante la aplicación de un gel inteligente, la boca del robot
replicaba con gran exactitud la de la persona a tratar, con lo que se conseguía
la elaboración de aparatos optimizados para sus necesidades particulares.
Además de ello, el robot podía gesticular como si hablara y simular situaciones
cotidianas como comer, aspirar aire o silbar.
La
dentadura del muchacho era un verdadero desafío, pero gracias a la ayuda de
Tito todo resultaba mucho más sencillo. La única parte desagradable para el
pequeño paciente, fue tener que aguantar el gel frío dentro de su boca, que le
provocó un par de arcadas. Pero, pese a las molestias, el niño pudo retirarse
tranquilamente no más de 10 minutos después, emocionado por haber visto
funcionar al robot.
La
sonrisa satisfecha del niño le dio un poco de entusiasmo a la desanimada mañana
de Natalia. En realidad, le gustaba hacer lo que hacía, pero le fastidiaba
profundamente el tiempo que le demandaba cada día y cada semana. Estaba cansada
de esa rutina molesta, viendo boca tras boca, hora tras hora, muchas veces
pasando largo períodos de tiempo sin decir más que “buenos días”, sin poder
compartir algo más interesante para conversar. En fin, así era su trabajo.
Antes
de hacer pasar al siguiente paciente, se sentó en su banquillo y miró fijamente
a TITO, cuya boca seguía siendo la réplica del anterior.
—Sonríe
—le ordenó.
Mecánicamente
en el rostro del aparato se dibujó una mueca muy similar a la sonrisa del niño.
Natalia soltó un largo suspiro y pensó en lo grandioso que sería que el robot
pudiera hablar. No esos gestos graciosos que hacía para simular una
conversación, sino que realmente pudiera comunicarse. Entonces, repentinamente,
una voz sintetizada la provocó un enorme sobresalto, que por poco le hace botar
el instrumental que tenía a la mano.
—Si
quiere que hable, no tiene más que pedírmelo.
Natalia
miró a TITO totalmente incrédula. No podía dar crédito a lo que estaba
sucediendo. Llevaba más de dos años trabajando con el robot y, en todo ese
tiempo, éste no había emitido sonido alguno. Luego, una vez superada la
sorpresa inicial, fue más allá y se preguntó si acaso la máquina le había leído
el pensamiento.
—¿Cómo
es posible…?
—¿Qué
supiera lo que está pensado? No lo sé, sólo lo intuí.
“¿Lo
intuyó? ¿Pueden hacer eso los robots?”, se preguntó Natalia, al tiempo que se
ponía de pie para mirar alrededor. Aquello bien podría tratarse de una broma.
Tal fue la impresión, que miró en todas las direcciones, como si buscara alguna
cámara de video.
—Tranquila,
nada de esto es real dijo el robot.
—¿A
qué te refieres?
—Lo
que está ocurriendo no es más que producto de su imaginación. Está tan
aburrida, que ha empezado a desvariar.
Natalia
no estaba segura de que fuera un desvarío, pues aquello parecía ser muy real.
Pero sería interesante seguirle el juego a TITO.
—¿Cómo
puedo saber que me estoy imaginando esta locura? —le preguntó.
—Fácil:
en primer lugar, los robots carecemos de intuición (todo el mundo lo sabe). Y,
segundo, ¿cómo podría saber yo que lleva horas preguntándose qué haría si no
tuviera que vivir para trabajar?
Un
gesto de duda se dibujó en el rostro de la mujer, pues no recordaba haberse
planteado algo así, pero el robot se oía demasiado sensato como para no
creerle.
—¿Quiere
otra prueba? ¿Cuántos libros tiene pendientes de leer porque no le alcanza el
tiempo para hacerlo?
Eso
sí que era cierto, la pequeña biblioteca de su casa tenía un montón de textos
apilados esperando a ser leídos, pero siempre había tenido que postergarlos por
tener otras cosas más importantes que hacer. Pero entonces, ¿cuándo tendría
tiempo para ella? ¿Cuándo iba a poder aprender a cocinar, si siempre, pero
siempre tenía cosas más importantes para hacer?
—Creo
que ya lo tiene —dijo el robot interrumpiendo su meditación—. La vida no es
sólo trabajar. También es vivir.
—¡Tienes
razón, TITO! —exclamó Natalia con entusiasmo—. Merezco tener un tiempo que sea
sólo para mí.
Con
alegría renovada, la mujer se puso de pie de un brinco dispuesta a darle un
gran abrazo al robot, pero cuando lo iba a hacer, el timbre del comunicador
desvió su atención. Seguro llamaban para avisarle que el siguiente paciente
esperaba. Un poco más serena, se volteó para darle las gracias a TITO, pero el
robot había vuelto a ser la máquina inerte y sin vida de siempre. Sin embargo,
seguía replicando la sonrisa de aquel niño, ese gesto inconfundible que había
detonado esa jugarreta de su imaginación, que le llevó a un breve recorrido por
un rincón desconocido de su alma.
—Gracias
—susurró acariciando la fría cabeza de TITO, a quien ya no vería más como un
instrumento, sino como a un compañero. Un confiable y silencioso compañero.
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