SI NO TUVIERA MIEDO, CONSTRUIRÍA EL MUNDO
MARAVILLOSO EN EL QUE QUIERO VIVIR
Premunida de un vistoso martillo
de color violeta, Emily se aprontó a iniciar la que sería la obra más
importante de su vida. Sabía que tendría que trabajar arduamente y que habría
voces que la cuestionarían, que no comprenderían lo que estaba construyendo y
cuál era su afán por hacerlo, pero tenía también la certeza de que habría otros
que, como ella, disfrutarían desde el primer minuto de su magnífica obra
arquitectónica.
Con delicadeza cogió del suelo
una cajita de clavos que, lejos de parecerse a otros clavos, no eran esas
típicas puntas metálicas frías y de cabeza chata. Bueno, éstos sí tenían la
cabeza chata (característica necesaria para poder darles con el martillo), pero
en lugar de ser grises y fríos, eran de colores y se sentían tibios al tacto.
Así es como tenía que ser, las partes debían ser tan maravillosas como el todo.
Era necesario que así fuese, sólo reconociendo el valor y la belleza de cada
pieza individual se podría reconocer la majestuosidad de la unidad de todas
ellas.
Con gran gozo en su corazón
comenzó a erigir la primera parte de su obra: el árbol. Para ello debía
seleccionar cuidadosamente los clavos que usaría, ya que deseaba que aquel
árbol diera los frutos más sabrosos y nutritivos. Pues desde aquel árbol
primigenio surgirían todas las cosas que poblarían aquel nuevo mundo. Este
sería su árbol de la Sabiduría, pero, a diferencia de otros árboles de la
Sabiduría, sus frutos estarían disponibles para todos y para todas, quienes
quisieran podrían comer y gozar de ellos siempre que les viniera en gana. Nadie
tendría razones para pelear por obtenerlos, no habría necesidad de poseerlos,
ni de adquirirlos de otra persona, pues el árbol siempre les otorgaría lo
necesario para satisfacerse.
Una vez que hubo concluido
aquella magnífica obra, Emily la situó en la cima de una pequeña colina, de tal
modo que, al encaramarse sobre las majestuosas ramas de su árbol, ante los ojos
del espectador se presentaría en su total esplendor todo el resto de su
creación.
Tan maravillada estaba con el
resultado, que decidió ser la primera en treparse. Mientras lo hacía, cogió uno
de los frutos y lo probó. Sabía a gloria, a frutillas, a canciones del corazón
y a uvas de verano. Luego de su breve descanso, continúo el ascenso y, al
llegar a la copa, comprobó que su idea se había plasmado a la perfección sobre
el terreno. La vista era simplemente espléndida. Amplios valles, nevados
montes, interminables lagos se extendían desde el pie de su colina hasta donde
podía abarcar con la mirada. Allí se encontraba todo lo que deseaba o lo que
podía desear.
El éxtasis era total, Emily
sintió que había alcanzado la iluminación, su cuerpo, mente y espíritu eran
uno, y ella era uno con todo lo que existía, aquel hermoso todo que ella misma
había creado. Tan ensimismada estaba en aquel mundo maravilloso, que no notó
que un pajarillo se había posado sobre su hombro. Su trinar era dulce y
melodioso, y le resultaba particularmente familiar: “¡Yeya! ¡Yeya!”, cantaba.
Emily abrió los ojos y sobre su
cabeza encontró a una pequeña criatura que con sus manitos la “invitaba” a
despertar. Lo primero que hizo fue tomarla en sus brazos y darle el abrazo más
cálido que una persona podría llegar a recibir. Mientras la estrechaba contra
su pecho, siguió pensando en aquel mundo que había comenzado a construir con su
martillo violeta. Había sido un sueño, pero no uno cualquiera. Siempre había
creído que, si no tuviera miedo, sería capaz de construir el mundo maravilloso
en el que quería vivir y se instalaría allí para siempre.
Cierto es que siempre había
anhelado un sitio como el de su sueño, pero al sostener a su nieta entre su
brazos y pensar en todo lo que había construido durante su vida, con sus sostenidos
y con sus bemoles, se dio cuenta que,
para alcanzarlo, no necesitaba ir a ningún otro sitio más que aquel en el que
se encontraba, aquí y ahora, sintiéndose plena con lo que
más tenía en el mundo: amor.
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