SÍNDROME DE ABSTINENCIA
Rutina. Así
fue como podría definir el comienzo de aquel día. Despertar, encender el
televisor, llevarme el teléfono al baño, vestirme y desayunar viendo el
noticiario, salir a la calle, mirar la hora en mi celular y preguntarle cuánto
faltaba para que pasara el bus. Cuando llegó, saqué mi tarjeta para pagar y la
acerqué al dispositivo hasta que un "bip" me señaló que el pago
estaba hecho. En la pantalla del dispositivo apareció mi saldo. "Ya voy a
tener que recargar de nuevo", mascullé molesto.
A bordo del
bus, un par de pantallas captaban la atención ociosa de algunos pasajeros,
mientras otros hacían lo propio con sus teléfonos móviles. Casi sin pensarlo,
me sumé a estos últimos. Los vídeos en la pantalla del bus eran aburridos y
repetidos, así que opté por un mundo virtual de mi preferencia, que duró hasta
que llegué a mi trabajo.
Nada
extraordinario ocurrió durante mi permanencia en la oficina, todo resultó tan
monótono como habitualmente solía serlo, 9 horas de estar sentado tras la
pantalla de un computador. Y luego el regreso a casa en poco se diferenció del
viaje matinal. Una vez en mi hogar, me entretuve mirando televisión hasta que
llegó la hora de dormir.
Fue entonces
cuando se me aflojó un cable en el cerebro. No podía conciliar el sueño y sentía
la tentación casi irresistible de volver a encender la tele. Ahí me di cuenta
de que algo no andaba bien. Parecía un adicto con síndrome de abstinencia.
Me pasé la
mano por la cara y noté el sudor en mi frente. ¿Qué cresta pasaba conmigo? Si
ya había estado 17 de las 24 horas de aquel día frente a una pantalla, ¿por qué
demonios necesitaba una nueva dosis?
Repentinamente
entré en una fase de negación, intentado convencerme de que no había nada de
malo en ello, que era natural, pues lo que más abundaba en mi día a día eran
las pantallas. Agarré, no sin cierta desesperación, el control remoto del
televisor y estuve a punto de encenderlo. Sin embargo, mi dedo pulgar se negó a
completar el movimiento y la tele quedó apagada. Mi ansiedad repentinamente se
aplacó. Creo que ese fue, de forma absolutamente instintiva, mi primer acto de
rebeldía. Y ocurrió mucho antes de enterarme de lo que había detrás de aquella
agobiante sensación. Y antes del que sería realmente mi primer acto de
liberación.
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