SI ME LIBERARA DE LA
TIRANÍA DE LAS PANTALLAS,
SERÍA UN SÚPER ROMPE
TELES PARA LIBERAR A MUCHOS MÁS
Eduardo no volvió a ser el mismo tras el extraño
evento de aquel fin de semana en la capital. El suceso se repetía en su mente
una y otra vez, a tal punto que se vio a sí mismo interpretando el papel de
Elvis nuevamente en el avión de regreso al norte. Cada vez que miraba el
aparato, una rabia insólita se apoderaba de él, pero no se atrevió... aun
cuando destruir la pantallita le parecía que era algo natural, incluso
correcto. No era el reproche por hacerlo lo que temía, sino que le provocaba un
miedo intenso la idea de volver a sentirse paralizado por su influjo
antinatural.
Al final se abstuvo de atentar de cualquier forma
contra el dispositivo y se contentó con oír la voz del capitán de la aeronave que
señalaba que pronto estaría con su familia en su hogar, en su santuario libre
de televisores.
El reencuentro con su hija y su pareja fue grandioso.
Eduardo se fundió con ellas en un abrazo eterno y las besó como si no las
hubiese visto en meses. Fue tan reconfortante llegar a casa, que sintió que
había dejado de sentir temor. Así que, para celebrar, bajó una botella de
cerveza casi de un solo trago escuchando a Mr. Bungle.
Sin embargo, al acostarse, volvió a sentirse
inquieto, devanándose los sesos tratando de decidir si contarle a su mujer lo
que le había pasado en la capital o no. Al final, decidió que no valía la pena,
que hacerlo podría inquietarla sin motivo. Además, ella ya se había quedado
dormida.
*
Cuando cae la noche y estás tan cansado que ya no
puedes más, ¿en qué piensas? Quizá lo único que pasa por tu mente es la imagen
de tu cama, tus ojos cerrados y nada de ruido. Crees que el sueño será
reparador y que, por la mañana, te sentirás como nuevo. Puede que así sea.
Pero, ¿qué pasaría si te tocara despertar solo para vivir una horrible
pesadilla?
*
Al despertar, Eduardo se incorporó en la cama con
un sobresalto. Creyó que se había quedado dormido, pero, para alivio suyo,
apenas amanecía. Miró hacia el lado y comprobó que estaba solo. Nada raro de no
ser porque también la cama se había hecho más pequeña. Miró con mayor detención
en derredor y se percató de que tampoco estaba en su habitación. O, más bien,
en la que ahora era su habitación.
Con el corazón a mil, saltó de la cama y abrió las
cortinas para poder ver el exterior.
—¿Qué chucha? —se preguntó al darse cuenta de que
estaba nuevamente en la capital—. ¿Cómo mierda llegué a la casa de mis viejos?
Con ambas
manos presionó con fuerza sus mejillas para comprobar que no se trataba de un
sueño. Pero el dolor fue muy real. Aquello carecía por completo de todo
sentido, pero allí estaba, en la vieja casa de avenida Siempre Viva.
Para evitar caer en la desesperación, se dejó caer pesadamente
sobre el colchón y se agarró la cabeza para tratar de serenarse. Cuando logró
recuperar un poco la compostura, lo primero que hizo fue buscar su teléfono
móvil para llamar a su mujer, pero no lo encontró. Sin embargo, en lugar de
perder la calma, una curiosa sensación lo convenció de que su familia estaba
bien, segura y a salvo. Ciertamente carecía de fundamentos para sostenerlo de
esa manera, pero era reconfortante tener, al menos, una cosa clara en la mente.
Aún confuso, salió de la que alguna vez fue su
habitación, esperando encontrarse con sus progenitores. En efecto, allí estaban
sentados en el sofá mirando al televisor. En forma casi instantánea, Eduardo
sintió que las manos y la frente se le humedecían, y que un escalofrío subía
por su espalda. La pantalla solo exhibía estática, pero sus padres parecían
demasiado concentrados en ella como para percatarse de que él estaba,
inexplicablemente, allí. Sobreponiéndose a la consternación, en dos zancadas se
instaló entre la pareja y el aparato, perturbando su campo visual. Ellos, que
parecían atrapados por alguna clase de influjo hipnótico, solo atinaron a
inclinarse hacia los lados para evitar la obstrucción de su hijo.
Eduardo no tardó en darse cuenta de lo que ocurría,
así que, tras una rápida búsqueda, se hizo con un palo y, sin pensarlo dos
veces, le dio tal batazo a la pantalla del televisor, que desparramó astillas
de cristal líquido y chispas por doquier. Al voltear a ver a sus padres,
comprobó que ambos dormían serenamente, apoyados el uno en el otro. Habiendo
comprobado que ya estaban libres, recorrió el resto de la casa para ver si
había alguien más y, tal como esperaba, encontró a sus hermanos atrapados de la
misma forma en que habían estado sus padres. A medida que los fue liberando, la
satisfacción que había tras sus garrotazos furibundos fue aumentando. De hecho,
tras haber destrozado todos los televisores de la casa de sus padres, se sentía
tan eufórico que ansiaba ir por más. Entonces, la imagen del supermercado
cercano, repleto de televisores, le disparó los niveles de adrenalina y se
lanzó a la calle como un felino tras su presa.
Cuando entró a la enorme tienda no cabía en sí del
regocijo que ya estaba sintiendo, aun cuando todavía no daba ni un solo
garrotazo. Se sintió un poco nervioso cuando vio a un par de guardias
acercársele, y pensó en salir corriendo, pero se contuvo y siguió adelante con
su plan, actuando con toda naturalidad.
Llegó sin problemas hasta el sector donde estaban
los electrodomésticos y se plantó frente al televisor más grande que vio en
exhibición. Había llegado el momento. Sacó su improvisado bate de la mochila
donde lo había mantenido oculto y se aprestó a hacer su primer swing como si de un beisbolista
profesional se tratara. Agitó un par de veces el madero, tomó impulso y, justo
cuando iba a comenzar a dar su golpe, una mano se aferró a su muñeca
deteniéndolo en seco.
—Aún no es el momento —le dijo su captor—. Si de
verdad quieres acabar con ellas, ven con nosotros.