MENSAJES
EN PAPEL
Lágrimas. Era lo único con lo que podía dejar que
fluyeran mis emociones. Había pasado por tantas cosas distintas en los últimos
días de mi vida, que no sabía si estaba sufriendo, si sentía una emoción
incontenible, o si lloraba de felicidad. O, quizás, todo eso se había mezclado
en un descabellado cóctel emocional.
También había descubierto cosas de mí mismo que a
otros les tomaban años o que, en algunos casos, jamás llegaban a encontrarlas.
De alguna forma conseguí liberarme de una carga excesiva, y comencé a darme
cuenta de que el dolor era, al menos en parte, auto infligido.
El caso es que, después de tanto lamentarme, decidí
dejar de correr y esconderme, pues era tiempo de afrontar la realidad y de
recuperar mi vida. Y aun cuando sabía que tenía enfrente a un enemigo que
parecía imposible de vencer, tenía que dar la pelea, sin importar si me tomaba
toda mi existencia.
Era demasiado pronto en ese entonces, y todavía no
era consciente de ello, pero ya no estaba solo, y poco a poco iría encontrando
aliados a los que podría recurrir en mi cruzada. De haberlo sabido en ese
momento, me habría tomado todo con más calma, pero sentía que el tiempo
apremiaba y necesitaba darme prisa. De dónde surgía esa sensación de urgencia,
lo ignoraba, pero creía tener la certeza de que el reloj corría en mi contra.
Cuando por fin pude contenerlas, sequé mis lágrimas
y comí como no lo había hecho en días. Luego fui a lavarme la cara y contemplé
mi rostro en el espejo. ¿Era mía la imagen que vi reflejada en el cristal?
Nunca me he podido sacar de la cabeza la idea de que era alguien más quien me
miraba desde el otro lado, con su cara demacrada y expresión suspicaz. Casi
lloré de nuevo por la angustia, pero no lo conseguí. En lugar de eso, tomé un
poco de loción de afeitar y me apliqué un poco en el rostro para refrescarlo.
Por alguna razón que no logré comprender, al
sujetar el frasco deslicé mi pulgar por sobre la superficie, tal como lo hacía
cuando escribía en mi teléfono móvil. El gesto me aterró y estuve a punto de
lanzar el frasco contra el espejo, pero logré controlarme, lo devolví al
botiquín y di media vuelta para buscar mi celular. Estaba encendido y en la pantalla
parpadeaba una notificación. Lo raro era que yo prácticamente lo había
desechado, dejándolo tirado en un cajón, esperando que muriera la batería. Pero
ahí estaba, completamente cargado y con mensajes esperando ser leídos. Más
bien, mensaje. Solo había uno. Un único mensaje en Cletter, de una amiga que,
hasta donde sabía, jamás había utilizado dicha red social.
“@dfield ten cuidado, te han
dejado ser libre, pero vigilan todo lo que haces.”
Sentí un escalofrío que me erizó el cuerpo entero.
Si bien estaba consciente de que esa era
mi realidad, estaba lejos de ser la clase de libertad a la que aspiraba y eso
me enfurecía.
“@Sandrina2411 ¿cómo lo sabes?”
“@dfield al igual que tú, me
liberé... Pero volví a entrar. Cuídate, busca amigos.”
No quería que el diálogo terminara así, pero no
tenía palabras para responder. Me quedé helado, sin saber qué hacer, sin tener
la menor idea de si se trataba de una advertencia amistosa o de alguna clase de
trampa.
Me sentí cansado y mi entusiasmo decayó de
inmediato, pero aun así encontré la fuerza de voluntad suficiente para
mantenerme en pie y no tumbarme en la cama. Me costó, pero conseguí apartar de
mi cabeza el sinfín de pensamientos funestos que la asolaban y pugnaban por
tomarla por asalto. Di una vuelta por la casa, despejando mis ideas, agarrándome
la cabeza y frotando mis ojos para mantenerme despierto. Fue entonces cuando la
vi. Habían pasado años desde que no veía una de verdad, de esas que solían
utilizarse en una época previa a la tiranía de las pantallas y que no era
simplemente la cuenta de alguna deuda por pagar. Sobre la mesa descansaba un
tesoro espléndido: una carta auténtica, un mensaje escrito de puño y letra por
su remitente sobre una colorida hoja de papel. ¡Y con olor a frutas!
No lo podía creer, alguna especie de milagro había
ocurrido, alguien más había declarado su libertad y quería verme para decirme
algo importante. Era una invitación para compartir, para vivir.
Una alegría insólita me invadió y me permitió
volver a creer. Había recibido una pizca de esperanza por correo. El auténtico,
de ese que trae el cartero.
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