lunes, 20 de octubre de 2014

si te liberaras de la tiranía de las pantallas? XIV

MENSAJES EN PAPEL

Lágrimas. Era lo único con lo que podía dejar que fluyeran mis emociones. Había pasado por tantas cosas distintas en los últimos días de mi vida, que no sabía si estaba sufriendo, si sentía una emoción incontenible, o si lloraba de felicidad. O, quizás, todo eso se había mezclado en un descabellado cóctel emocional.
También había descubierto cosas de mí mismo que a otros les tomaban años o que, en algunos casos, jamás llegaban a encontrarlas. De alguna forma conseguí liberarme de una carga excesiva, y comencé a darme cuenta de que el dolor era, al menos en parte, auto infligido.
El caso es que, después de tanto lamentarme, decidí dejar de correr y esconderme, pues era tiempo de afrontar la realidad y de recuperar mi vida. Y aun cuando sabía que tenía enfrente a un enemigo que parecía imposible de vencer, tenía que dar la pelea, sin importar si me tomaba toda mi existencia.
Era demasiado pronto en ese entonces, y todavía no era consciente de ello, pero ya no estaba solo, y poco a poco iría encontrando aliados a los que podría recurrir en mi cruzada. De haberlo sabido en ese momento, me habría tomado todo con más calma, pero sentía que el tiempo apremiaba y necesitaba darme prisa. De dónde surgía esa sensación de urgencia, lo ignoraba, pero creía tener la certeza de que el reloj corría en mi contra.
Cuando por fin pude contenerlas, sequé mis lágrimas y comí como no lo había hecho en días. Luego fui a lavarme la cara y contemplé mi rostro en el espejo. ¿Era mía la imagen que vi reflejada en el cristal? Nunca me he podido sacar de la cabeza la idea de que era alguien más quien me miraba desde el otro lado, con su cara demacrada y expresión suspicaz. Casi lloré de nuevo por la angustia, pero no lo conseguí. En lugar de eso, tomé un poco de loción de afeitar y me apliqué un poco en el rostro para refrescarlo.
Por alguna razón que no logré comprender, al sujetar el frasco deslicé mi pulgar por sobre la superficie, tal como lo hacía cuando escribía en mi teléfono móvil. El gesto me aterró y estuve a punto de lanzar el frasco contra el espejo, pero logré controlarme, lo devolví al botiquín y di media vuelta para buscar mi celular. Estaba encendido y en la pantalla parpadeaba una notificación. Lo raro era que yo prácticamente lo había desechado, dejándolo tirado en un cajón, esperando que muriera la batería. Pero ahí estaba, completamente cargado y con mensajes esperando ser leídos. Más bien, mensaje. Solo había uno. Un único mensaje en Cletter, de una amiga que, hasta donde sabía, jamás había utilizado dicha red social.
“@dfield ten cuidado, te han dejado ser libre, pero vigilan todo lo que haces.”
Sentí un escalofrío que me erizó el cuerpo entero. Si bien  estaba consciente de que esa era mi realidad, estaba lejos de ser la clase de libertad a la que aspiraba y eso me enfurecía.
“@Sandrina2411 ¿cómo lo sabes?”
“@dfield al igual que tú, me liberé... Pero volví a entrar. Cuídate, busca amigos.”
No quería que el diálogo terminara así, pero no tenía palabras para responder. Me quedé helado, sin saber qué hacer, sin tener la menor idea de si se trataba de una advertencia amistosa o de alguna clase de trampa.
Me sentí cansado y mi entusiasmo decayó de inmediato, pero aun así encontré la fuerza de voluntad suficiente para mantenerme en pie y no tumbarme en la cama. Me costó, pero conseguí apartar de mi cabeza el sinfín de pensamientos funestos que la asolaban y pugnaban por tomarla por asalto. Di una vuelta por la casa, despejando mis ideas, agarrándome la cabeza y frotando mis ojos para mantenerme despierto. Fue entonces cuando la vi. Habían pasado años desde que no veía una de verdad, de esas que solían utilizarse en una época previa a la tiranía de las pantallas y que no era simplemente la cuenta de alguna deuda por pagar. Sobre la mesa descansaba un tesoro espléndido: una carta auténtica, un mensaje escrito de puño y letra por su remitente sobre una colorida hoja de papel. ¡Y con olor a frutas!
No lo podía creer, alguna especie de milagro había ocurrido, alguien más había declarado su libertad y quería verme para decirme algo importante. Era una invitación para compartir, para vivir.
Una alegría insólita me invadió y me permitió volver a creer. Había recibido una pizca de esperanza por correo. El auténtico, de ese que trae el cartero.


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