SI ME LIBERARA DE LA TIRANÍA DE LAS PANTALLAS,
ESCRIBIRÍA CARTAS SOBRE ESQUELAS DE COLORES
Regocijarse y sentir la dicha de
poder percibir la forma, la textura, el aroma y el sonido del otro. O detestar
todas aquellas sensaciones. Daba lo mismo, cualquiera de esas opciones eran más
atractivas que ver un conjunto de letras esparcidas en una pantalla,
pretendiendo ser la forma natural en la que se desarrollan las relaciones
humanas, como si las interacciones virtuales pudiesen ser equivalentes a las
del mundo real.
Katia tenía el celular en la
mano, con la pantalla apagada, decidiendo qué hacer. Podía reunir a todas
aquellas personas a las que quería ver en un grupo de conversación, enviar un
mensaje que todos leerían casi de inmediato y esperar las respuestas
instantáneas de sus destinatarios, o podía dar rienda suelta a esa idea loca de
reunirlos a todos en torno a una mesa para decirles lo feliz que se sentía.
Claro, era mucho más difícil conseguir que todos se reunieran a la misma hora y
en el mismo lugar, pero tenía la sensación de que para ella sería mucho más
satisfactorio ver como sonreían al verla tan contenta.
Encendió la pantalla del teléfono
y abrió la aplicación de mensajería. Uno a uno fue reuniendo a sus amigos en un
grupo, al que le puso nombre, una foto como avatar y todo. No sabía por qué lo
estaba haciendo de esa manera, pero casi no podía resistirlo, el impulso era
más fuerte que ella.
Escribió el mensaje a toda prisa
y se dispuso a presionar el botón de envío. Pero, reprimiendo al dedo que se
mantenía suspendido a unos milímetros sobre la pantalla, se contuvo. En ese
instante, un recuerdo lejano acudió a su mente. Un recuerdo rosa, infantil y
aparentemente intrascendente… pero lleno de dicha: ahí estaban ella, su
pupitre, la sala del liceo y las esquelas de colores que solía intercambiar con
sus compañeras. En aquel tiempo parecía casi un pecado mancillarlas, aunque
fuera con un simple punto. Debían permanecer inmaculadas. Por alguna razón, aún
conservaba unas cuantas en un cajón. Quizá para no olvidar una época más
sencilla, más despreocupada.
No necesitó más. Apagó la
pantalla del móvil, lo metió en su cartera y aprovechó de sacar de ella un
lápiz que le había regalado su ahijada. Tenía aroma a frutas, como el de los
chicles…, como el cabello de la pequeña.
Las cartas que escribiría sobre
aquellas esquelas de colores iban a ser especiales, de eso no cabía duda. Ellos
lo merecían... Ella lo merecía.
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