EL ARREBATO
Perdido. Así es como me sentía al
despertar al día siguiente. Renuncié a la cálida luz del televisor por la
mañana y no permití que ningún artefacto electrónico acompañara mis primeras
horas despierto. Es cierto, se sentía un enorme vacío, pero lo que me había
ocurrido la noche anterior me provocó una especie de shock.
El computador de la oficina fue
mi primer contacto con una pantalla. No me quedaba otra alternativa, era mi
herramienta de trabajo.
Durante la jornada matinal estuve
distraído y me mantuve distante, no solo de los demás, sino también de mí
mismo. Sentía una pulsión desesperante por salir corriendo de allí, por huir y
alejarme de la agobiante necesidad de mirar una pantalla. Pero me faltaban las
agallas para hacerlo. Hasta que llegó la gira del almuerzo.
La gente a mi alrededor comía,
charlaba, reía. Yo, en cambio, miraba mi plato, le daba un par de vuelta a la
comida con el tenedor y me la llevaba maquinalmente a la boca. Masticaba,
tragaba y otra vez a lo mismo. Lo que pasaba a mi alrededor era ruido blanco.
Salvo por una cosa.
Una repetitiva vibración sobre la
mesa comenzó a fastidiarme. Más que la vibración, era la actitud de la dueña
del aparato que se veía forzada a recoger a cada minuto su teléfono para
revisar los menajes que recibía.
"Aparato de mierda"
mascullé en un tono inaudible. Mi compañera lo miraba con atención, abandonando
la comida, la conversación... "la cordura", pensé algo asustado.
No pude soportar más el dominio
que el móvil ejercía sobre ella, así que, en forma absolutamente impulsiva, se
lo arrebaté de las manos y lo arrojé contra la pared. Miré durante unos
segundos los restos destrozados y, cuando sentí las miradas atónitas del resto
de los comensales sobre mí, caí en la cuenta de lo que había hecho.
No dije nada, no miré a nadie,
solo di media vuelta y salí corriendo. No recogí mis cosas, no apagué mi
computador, no me despedí de nadie, a lo único que atiné fue a correr.
Salí del edificio a toda prisa y
me perdí entre la multitud que a esa hora circulaba por el centro. Sentía que
huía, pero no sabía de qué. Hasta que me detuve a tomar un respiro y me quedé
paralizado. Miré hacia lo alto y lo primero que vi fue una cámara de video
vigilancia. Me estaba observando. Me moví hacia el lado y esta siguió mi
movimiento. Me alejé a toda prisa de ella, no podía aguantar aquella invasión a
mi privacidad, aun cuando sabiendo que me encontraba en un espacio público.
Pero no había donde acudir. La mirada intrusa de las cámaras estaba por doquier
y me buscaba a mí. Me estremecí. Estaba seguro de que, en otro lugar, una
pantalla exhibía la expresión asustada de mi rostro a un operador del sistema
de seguridad. Un operador que, al igual que yo, no era más que otro vasallo de la tiranía de las pantallas.
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