SI ME LIBERARA DE LA TIRANÍA DE LAS PANTALLAS,
DESATARÍA MI PARANOIA
Paranoia. Fue todo lo que pude
sentir los días posteriores a mi arrebato. No podía ir a ningún lugar sin creer
que estaba siendo vigilado por alguien... O, más bien, por algo.
Todo lo que para mí era cotidiano
se fue al carajo. La primera víctima de mi nueva realidad fue mi teléfono
celular. Fue duro abandonar aquel aparato que era mi principal compañero de la
vida, ese que siempre que iba conmigo, fuera donde fuera. Y ahí estaba el
problema, pues, gracias al dichoso GPS, era sumamente fácil localizarme. Peor
aún, daba lo mismo si lo desactivaba, bastaba con triangular las redes de
telefonía para detectar mi ubicación. Por eso opté por abandonarlo por completo,
con todo lo que ello implicaba.
Después tuve problemas para
movilizarme. Al principio no tenía mayores aprensiones y seguí usando el
transporte público en forma normal, hasta que me percaté de que era imposible
circular anónimamente.
Ocurrió cuando, ya arriba del
bus, este fue abordado por fiscalizadores de esos que controlan que la gente
haya pagado su pasaje. Para mí era normal, todos teníamos que pagar por el
servicio recibido, pero este hecho me dejó muy inquieto. Y entonces comprendí:
el sistema estaba diseñado para saber quién soy yo y para dónde me dirijo. Al
pensarlo me dio risa, pues parecía absurdamente complejo y faltaba una pieza.
Si, cada vez que paso la tarjeta por el lector del bus o del metro, esta envía
información hacia algún lugar acerca de mi saldo y mi lugar de partida.
Rastreando cada punto desde el cual inicio mis viajes, es fácil determinar el
área geográfica por la que suelo moverme, pero, y aquí estaba la pieza
faltante, la tarjeta es innominada y solo se identifica con un número.
Sin embargo fue precisamente en
este punto donde la paranoia despertó en mí una idea tan descabellada, que
puede ser perfectamente plausible: para cargar la tarjeta, tuve que sacar
dinero de un cajero automático, para lo cual tuve que usar otro plástico que sí
revelaba mi identidad y el tiempo y lugar exactos donde lo hice, con la que no
solo dejé registro de mi transacción, sino también de los números de serie de
los billetes que me entregó el dispensador. Uno de esos billetes, con el que
pagué la carga de la tarjeta de transporte, se asoció a su número de serie y,
por lo tanto, ese número se podría asociar con mi tarjeta del cajero automático
y, por ende, con mi nombre. En resumen, comprendí que no podía ir a ninguna
parte en transporte público sin que nadie se enterara, por lo que decidí que lo
mejor era usar mi auto.
Claro, tan rápido como me bajé
del bus para subirme a mi propio vehículo, me di cuenta de que no solo no había
solucionado ese problema, sino que, además, resultaba aún más fácil
localizarme. Si no eran las cámaras de control de tránsito registrando la patente
de mi auto, era la información que el dispositivo adherido al parabrisas
enviaba cada vez que pasaba por un pórtico en las autopistas. ¡Más encima les
estaba entregando mis datos en tiempo real!
Yo no era un forajido que
necesitara ir por la vida clandestinamente (salvo por el hecho de haberle
destrozado el teléfono a mi compañera de trabajo), pero quería circular en paz,
sin sentirme vigilado, andar libre, aunque fuera por un momento siquiera, de la
tiranía de las pantallas. Sentí una impotencia terrible al comprender que era
casi imposible.
Mi único consuelo lo obtuve al
descubrir que podía utilizar mis pies o mi bicicleta para minimizar la
constante sensación de estar siendo permanentemente observado.
He hablado de esto con varios
amigos, algunos me han prestado
atención, otros han creído que simplemente estaba muy borracho cuando se los
dije. Incluso no ha faltado quien ha llegado a pensar que estoy chiflado.
Si, sé que estoy paranoico, pero
de verdad creo que razones no me faltan. Y tengo claro que mi única alternativa
es liberarme a mí mismo y a los demás de esta opresión. Pero no sé si pueda
hacerlo solo.
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