lunes, 15 de septiembre de 2014

si te liberaras de la tiranía de las pantallas? IX

SI ME LIBERARA DE LA TIRANÍA DE LAS PANTALLAS,
DESATARÍA MI PARANOIA

Paranoia. Fue todo lo que pude sentir los días posteriores a mi arrebato. No podía ir a ningún lugar sin creer que estaba siendo vigilado por alguien... O, más bien, por algo.
Todo lo que para mí era cotidiano se fue al carajo. La primera víctima de mi nueva realidad fue mi teléfono celular. Fue duro abandonar aquel aparato que era mi principal compañero de la vida, ese que siempre que iba conmigo, fuera donde fuera. Y ahí estaba el problema, pues, gracias al dichoso GPS, era sumamente fácil localizarme. Peor aún, daba lo mismo si lo desactivaba, bastaba con triangular las redes de telefonía para detectar mi ubicación. Por eso opté por abandonarlo por completo, con todo lo que ello implicaba.
Después tuve problemas para movilizarme. Al principio no tenía mayores aprensiones y seguí usando el transporte público en forma normal, hasta que me percaté de que era imposible circular anónimamente.
Ocurrió cuando, ya arriba del bus, este fue abordado por fiscalizadores de esos que controlan que la gente haya pagado su pasaje. Para mí era normal, todos teníamos que pagar por el servicio recibido, pero este hecho me dejó muy inquieto. Y entonces comprendí: el sistema estaba diseñado para saber quién soy yo y para dónde me dirijo. Al pensarlo me dio risa, pues parecía absurdamente complejo y faltaba una pieza. Si, cada vez que paso la tarjeta por el lector del bus o del metro, esta envía información hacia algún lugar acerca de mi saldo y mi lugar de partida. Rastreando cada punto desde el cual inicio mis viajes, es fácil determinar el área geográfica por la que suelo moverme, pero, y aquí estaba la pieza faltante, la tarjeta es innominada y solo se identifica con un número.
Sin embargo fue precisamente en este punto donde la paranoia despertó en mí una idea tan descabellada, que puede ser perfectamente plausible: para cargar la tarjeta, tuve que sacar dinero de un cajero automático, para lo cual tuve que usar otro plástico que sí revelaba mi identidad y el tiempo y lugar exactos donde lo hice, con la que no solo dejé registro de mi transacción, sino también de los números de serie de los billetes que me entregó el dispensador. Uno de esos billetes, con el que pagué la carga de la tarjeta de transporte, se asoció a su número de serie y, por lo tanto, ese número se podría asociar con mi tarjeta del cajero automático y, por ende, con mi nombre. En resumen, comprendí que no podía ir a ninguna parte en transporte público sin que nadie se enterara, por lo que decidí que lo mejor era usar mi auto.
Claro, tan rápido como me bajé del bus para subirme a mi propio vehículo, me di cuenta de que no solo no había solucionado ese problema, sino que, además, resultaba aún más fácil localizarme. Si no eran las cámaras de control de tránsito registrando la patente de mi auto, era la información que el dispositivo adherido al parabrisas enviaba cada vez que pasaba por un pórtico en las autopistas. ¡Más encima les estaba entregando mis datos en tiempo real!
Yo no era un forajido que necesitara ir por la vida clandestinamente (salvo por el hecho de haberle destrozado el teléfono a mi compañera de trabajo), pero quería circular en paz, sin sentirme vigilado, andar libre, aunque fuera por un momento siquiera, de la tiranía de las pantallas. Sentí una impotencia terrible al comprender que era casi imposible.
Mi único consuelo lo obtuve al descubrir que podía utilizar mis pies o mi bicicleta para minimizar la constante sensación de estar siendo permanentemente observado.
He hablado de esto con varios amigos, algunos me  han prestado atención, otros han creído que simplemente estaba muy borracho cuando se los dije. Incluso no ha faltado quien ha llegado a pensar que estoy chiflado.
Si, sé que estoy paranoico, pero de verdad creo que razones no me faltan. Y tengo claro que mi única alternativa es liberarme a mí mismo y a los demás de esta opresión. Pero no sé si pueda hacerlo solo.



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