lunes, 8 de septiembre de 2014

si te liberaras de la tiranía de las pantallas? VIII

SI ME LIBERARA DE LA TIRANÍA DE LAS PANTALLAS,
VOLVERÍA A HABLAR CON EXTRAÑOS

A veces pasa que estás muy dormida para darte cuenta de lo que te rodea. Puede que ni siquiera hayas tenido sueño, que tus ojos no se hayan cerrado y que lo que ves no sean escenas oníricas, sino la realidad misma. Pero te concentras tanto en aquello que brilla, que atrae, que seduce, que llegas a olvidar que estás despierta.
Tu vida no siempre ha sido así. Hubo una época en que los colores estaban en otra parte, en un mundo tangible, complejo, bello. Lo extrañas, pero siempre surge algo que desvía tu atención, un saludo, un vídeo, un sonido. Y sientes que no puedes contra ello, por más que quisieras intentar hacer algo distinto. Hasta que algo providencial sucede, algo que no cambia tu mundo, sino que lo retrotrae a una época más simple.
El parque húmedo, verde y  aromático no consigue captar tu atención. La "conversación" está demasiado entretenida como para pensar si quiera en quitar los ojos de la pantalla. Estás tan concentrada en el incesante diálogo, que ni el icono menguado de la batería del móvil te distrae. Hasta que es demasiado tarde. El teléfono se apaga y queda en ascuas. Tardarás horas en saber qué siguieron diciendo tus amigos.
Eso te frustra. Maldices a tu celular por haberse muerto repentinamente otra vez. "Ya no se puede confiar en la tecnología", mascullas con los dientes apretados.
Enfadada, levantas la mirada. De inmediato descubres que en la banca del frente está sentado un hombre que mira en tu dirección. Te observa con la mirada perdida. Estás a punto de sentirte acosada, pero la expresión en su rostro te hace olvidar de inmediato la sensación. De hecho, ya ni siquiera estás segura de que te mira a ti.
Por alguna razón te quedas viéndolo. Ambas miradas se cruzan y logras advertir que algo no anda bien. De pronto, él es un libro abierto para ti y te enteras de que está sufriendo. La transparencia de la expresión de su rostro te sobrecoge.
Tímidamente te acercas a él y te sientas a su lado. No hablan, ya no se miran, tampoco se tocan. Pero comparten sus aromas y sus respiraciones se sincronizan.
Conmovida por su dolor, tocas su hombro. Hace frío, pero él se siente tibio. Crees ver que una lágrima brota en su ojo, pero él se niega a revelarla.
Sin mediar palabra, tienes la certeza de que algo le atormenta y que ha perdido la esperanza. Quieres preguntarle de qué huye, pero, en lugar de eso, solo le dices:
—Soy Fe.
Él se sobresalta y te mira de frente. Cambiando de actitud, sonríe y te responde:
—Entonces no todo está perdido.


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