SI ME LIBERARA DE LA
TIRANÍA DE LAS PANTALLAS,
VOLVERÍA A HABLAR
CON EXTRAÑOS
A veces pasa que estás muy dormida para darte cuenta de lo que te
rodea. Puede que ni siquiera hayas tenido sueño, que tus ojos no se hayan
cerrado y que lo que ves no sean escenas oníricas, sino la realidad misma. Pero
te concentras tanto en aquello que brilla, que atrae, que seduce, que llegas a
olvidar que estás despierta.
Tu vida no siempre ha sido así. Hubo una época en que los colores
estaban en otra parte, en un mundo tangible, complejo, bello. Lo extrañas, pero
siempre surge algo que desvía tu atención, un saludo, un vídeo, un sonido. Y
sientes que no puedes contra ello, por más que quisieras intentar hacer algo
distinto. Hasta que algo providencial sucede, algo que no cambia tu mundo, sino
que lo retrotrae a una época más simple.
El parque húmedo, verde y
aromático no consigue captar tu atención. La "conversación"
está demasiado entretenida como para pensar si quiera en quitar los ojos de la
pantalla. Estás tan concentrada en el incesante diálogo, que ni el icono
menguado de la batería del móvil te distrae. Hasta que es demasiado tarde. El
teléfono se apaga y queda en ascuas. Tardarás horas en saber qué siguieron
diciendo tus amigos.
Eso te frustra. Maldices a tu celular por haberse muerto repentinamente
otra vez. "Ya no se puede confiar en la tecnología", mascullas con
los dientes apretados.
Enfadada, levantas la mirada. De inmediato descubres que en la banca
del frente está sentado un hombre que mira en tu dirección. Te observa con la
mirada perdida. Estás a punto de sentirte acosada, pero la expresión en su
rostro te hace olvidar de inmediato la sensación. De hecho, ya ni siquiera
estás segura de que te mira a ti.
Por alguna razón te quedas viéndolo. Ambas miradas se cruzan y logras
advertir que algo no anda bien. De pronto, él es un libro abierto para ti y te
enteras de que está sufriendo. La transparencia de la expresión de su rostro te
sobrecoge.
Tímidamente te acercas a él y te sientas a su lado. No hablan, ya no se
miran, tampoco se tocan. Pero comparten sus aromas y sus respiraciones se
sincronizan.
Conmovida por su dolor, tocas su hombro. Hace frío, pero él se siente
tibio. Crees ver que una lágrima brota en su ojo, pero él se niega a revelarla.
Sin mediar palabra, tienes la certeza de que algo le atormenta y que ha
perdido la esperanza. Quieres preguntarle de qué huye, pero, en lugar de eso,
solo le dices:
—Soy Fe.
Él se sobresalta y te mira de frente. Cambiando de actitud, sonríe y te
responde:
—Entonces no todo está perdido.
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