martes, 5 de noviembre de 2013

si te arrebataran tu don más preciado? I

SI ME ARREBATARAN MI DON MÁS PRECIADO,
ME HUNDIRÍA EN EL FOSO MÁS PROFUNDO

En los ojos del muchacho se evidenciaba ese brillo especial que solo la tristeza es capaz de otorgar. Su mirada era el fiel reflejo de lo que sentía su alma, a través de ella podía apreciarse el dolor que quería estallar en un mar de lágrimas, pero que había sido incapaz de fluir. Tan intensa era la sensación, que Emilio llegó a pensar que el resplandor de sus ojos podía delatar su ubicación en la oscuridad. Era una sensación insoportable, pues, si había decidido ir a perderse en los bosques de su Comarca, era precisamente porque no quería ser encontrado.

Cansado de tanto deambular, se sentó bajo un frondoso árbol, apoyó la espalda contra el tronco, juntó un montoncito de piedras y las apiló al alcance de su mano. Después de juguetear con ellas por unos minutos, cogió una y la lanzó con fuerza. Decepcionado comprobó que el pequeño guijarro lejos estuvo de acertar en su blanco.  Si hubiese hecho lo mismo unos pocos días antes, el improvisado proyectil se habría estrellado estrepitosamente contra el piño que colgaba de las ramas del pino que tenía frente a sí. En lugar de eso, la piedra se había extraviado irremediablemente en la distancia. Emilio sabía que ocurriría lo mismo si volvía a intentarlo así, que se abstuvo de hacerlo, y abrazó sus piernas con resignación.

—Ya no vale la pena —se lamentó.

Ansioso por llorar, aunque fuesen un par de míseras lágrimas, el muchacho ocultó la cabeza entre las rodillas y trató de liberar su frustración. Pero fue inútil, el llanto se negaba a brindarle un momento de desahogo. Estiró su mano derecha, buscando a tientas las piedritas y, cuando logró dar con ellas, las aprisionó con tal furia dentro del puño, que éstas quedaron marcadas en la piel de su palma, casi al punto de provocarle llagas con sus afilados bordes. Cuando ya no aguantó más la dolorosa sensación, lanzó con todas sus fuerzas el manojo y dejó caer con dureza su mano abierta sobre el suelo. Era todo lo que podía hacer con su rabia.
Emilio estaba seguro que no había nadie en el mundo que fuese capaz de comprender lo que estaba sintiendo y, por lo mismo, se negaba regresar a casa, aun cuando sabía que sus padres debían estar preocupados por él. Pero se sentía incapaz de enfrentarlos, de mirarlos a la cara y pedirles perdón por haberlos humillado como lo había hecho. Sentía que en un sola jornada había mancillado el buen nombre de su padre y que había destrozado el corazón de su madre. Simplemente no tenía cara siquiera para pedirles perdón.

En lo que a él mismo se refería, por su parte, sentía que se había convertido en un ser incompleto, alguien a quien le habían arrebatado su don más preciado, aquello que más gozaba en la vida, lo que lo hacía diferente de los demás. Estaba herido, y comenzaba a culpar al mundo por su desgracia.

Un tercer día pasó desde que decidiera abandonarlo todo para perderse en el bosque. Conocía como nadie cada rincón de la floresta y sabía muy bien cuáles eran los lugares donde era menos probable que lo buscaran. Sin perjuicio de ello, se vio obligado a merodear siempre cerca de los arroyos, pues, a pesar de que tomaba mucha agua, siempre estaba sediento. Era extraño, pero quizás al cargar con una tristeza tan grande, era natural sentirse deshidratado. Pobre Emilio, iba a pasar mucho tiempo antes de que supiera la verdad.

Aquel tercer día fue el peor de todos. Despertó a causa de una intensa comezón que se apoderó del rasguño que lucía uno de sus brazos; además de los gritos, demasiado cercanos, de gente que lo buscaba. Preocupado por la posibilidad de ser descubierto, abandonó a toda prisa su refugio y se escabulló para recuperar los objetos que había abandonado en medio del bosque y que podían delatar su ubicación. La situación era bastante absurda, pues Emilio estaba lejos de ser un fugitivo. Todo lo contrario, si lo buscaban, era porque su familia estaba preocupada por él. Pero el muchacho era incapaz de darse cuenta de ello, estaba tan obnubilado por la rabia y el dolor que estaba sintiendo, que optó por vivir aquella experiencia en soledad.

Por ello, cuando se dio cuenta de la proximidad de quienes lo buscaban, Emilio apuró el tranco para encontrar sus pertenencias antes de que otro lo hiciera, pero su prisa lo llevó a ser más descuidado e impulsivo, exponiéndose a ser descubierto en un par de ocasiones. Era mucha gente la que andaba tras sus pasos, muchas personas que, según él, querían atraparlo para reprocharle su derrota, para burlarse de él en su cara, para humillarlo por su desgracia. Su enfado era como una nube cegadora, una cortina de engaño autoimpuesta, que le distorsionaba su percepción de la realidad. Y él se estaba abandonando a ella, dejándose llevar por sus malos pensamientos, por la desconfianza, por una suerte de torbellino emocional que lo estaba privando de razón.

Pese a todo, Emilio logró dar con los objetos abandonados antes que sus "perseguidores". Estaban tirados en el suelo, precariamente cubiertos por algunas hojas secas y algo de tierra, por lo que era bastante fácil apreciarlos a simple vista, a pesar de lo tupido que era el bosque en ese sector. Eso podría hacer pensar que Emilio había sido bastante negligente, si lo que pretendía era permanecer oculto en la floresta, sin poder ser hallado. Sin embargo, cuando se internó por los senderos boscosos, su única intención era encontrar un lugar apartado donde poder llorar a solas y en paz, sin que nadie lo molestara. Él simplemente había abandonado sus cosas para no cargar con el peso emocional que éstas representaban para él. Ahora no eran más que un estorbo.

Aún apremiado por la cercanía de aquellos que lo buscaban, Emilio cogió a toda prisa sus pertenencias y se dispuso a correr para perderse en lo más profundo del bosque. Pero antes de eso, por su mente pasó fugazmente un pensamiento macabro que, una vez que recapacitó sobre él, le espantó de sobremanera, obligándose a abandonarlo de inmediato. Y es que, a pesar de lo demencial de su situación, Emilio estaba lejos de convertirse en un ser maligno.

Una vez que el muchacho consiguió evadir a todos y cada uno de los grupos de búsqueda que andaban tras sus pasos, encontró su tan ansiada soledad. Pero, lejos de hallar en ésta un respiro, descubrió que para lo único que iba a servirle sería para dejar abiertas las puertas de su mente para ser invadida por los demonios que habían estado acechándolo desde el instante mismo en que abandonó el pueblo tres días atrás. No era de extrañar que ello coincidiera con el hecho de haber recuperado sus objetos perdidos... en realidad, todo tenía que ver con ellos.

Emilio permaneció prácticamente todo el día encaramado sobre un árbol de gruesas ramas, aferrado a sus pertenencias, atormentado por la idea de haber perdido para siempre su habilidad más asombrosa. De su cabeza comenzaron a surgir las más diversas y descabelladas ideas: por un momento creyó que había sucumbido por el pánico de enfrentar por primera vez un desafío ante una multitud tan numerosa, lo que era ridículo, dado su éxito inicial; luego pensó que quizás alguna clase de brujería le había arrebatado su don más preciado; también se le ocurrió que podría haber sido envenenado por algún rival para que fuera más fácil derrotarlo; tuvo de certeza de estar padeciendo de una grave enfermedad mental que lo estaba conduciendo a esa demencia; o que, tal vez, estaba encerrado en un sueño que parecía un loop interminable, una pesadilla sin final.

Emilio ansiaba con desesperación despertar en su cama y que todo volviera a ser normal. Poder ver el rostro bello y tierno de su madre, la sonrisa cómplice de su padre, la alegría viva que iluminaba permanentemente su hogar. Pero, por más que lo deseaba, nada de eso ocurría. El seguía sentado en su rama-refugio, acongojado, viendo como la luz del sol se apagaba para dar paso a las primeras estrellas nocturnas. Los sonidos del bosque a esa hora eran un poco estremecedores. Ya no se sentía seguro, ni cómodo. Por el contrario, estaba hambriento, sucio, tembloroso y sediento.

Sin saber qué hacer, el muchacho alzó ante su mirada uno de los objetos recuperados y evocó lo ocurrido tres días atrás. Recordó vívidamente los vítores de la multitud, que había estallado en júbilo con su primer disparo. Había sido todo lo que la gente esperaba de él y, por eso, le resultaba imposible explicar qué había ocurrido a continuación. Lo que comenzó como una experiencia espléndida, se transformó repentinamente en la mayor de sus frustraciones, en un fracaso tras otro. En cuestión de minutos su mundo se había desmoronado.

Cansado de recordar, sacudió la cabeza y pensó en aquello que tanto lo había desconcertado horas antes. No podía creer que su mente le hubiese jugado una pasada tan mala. Afortunadamente el otro objeto estaba vacío. Por suerte no habían flechas en su carcaj con las que pudiera haber lastimado a alguien. Él no era así, ni quería serlo.

Envolvió con su túnica el arco y el carcaj que sus padres le habían regalado, aquello objetos que, en lugar de darle alegría, solo le traían recuerdos del peor día de su vida. Leyó por última vez la inscripción grabada en su arco y los ocultó en un hueco que había en el tronco del árbol. Era hora de volver a casa, el hambre le había ganado la batalla a la vergüenza.

Mientras avanzaba a tientas por los sombríos senderos del bosque anochecido, mascullaba entre dientes la ira que no había podido aplacar. Sentía que la vida se había encargado de arrebatarle su don más preciado y eso no se lo iba a perdonar. La desgracia hundiría a Emilio de Castbaleón en el foso de oscuridad más profundo. Y arrastraría a todo su mundo con él.

martes, 24 de septiembre de 2013

si no tuvieras que vivir para trabajar? IV

SI NO TUVIERA QUE VIVIR PARA TRABAJAR,
LEERÍA LOS LIBROS QUE TENGO PENDIENTES…
Y APRENDERÍA A COCINAR

—¡Ah, cresta! —exclamó Natalia, al sentir el olor a humo que salía de la cocina.
     Era la tercera vez en la semana que quemaba la cena y su hijo ya estaba empezando a reclamar por tener que comer otra vez comida envasada. A ella le habría encantado poder prepararle una cena que pudiera disfrutar de verdad, pero tenía tantas cosas que hacer, que no podía dedicarle mucho tiempo a aprender a cocinar como quería. Ese día, no le quedó otro remedio más que volver a abrir una lata de comida deshidratada, agregarle un poco de agua y meterla al horno microondas.
       Al siguiente día, temprano por la mañana, mientras se dirigía en su camioneta rumbo a la clínica, recordó su frustrado intento culinario de la noche anterior y se dio cuenta de que no se trataba de un simple capricho. Estaba tan consumida por su trabajo y por sus labores domésticas, que en realidad no le alcanzaban las horas del día para aprender a hacer cosas nuevas, salir con sus amigos o, simplemente, no hacer nada, si se le daba la regalada gana.
       Tan perdida estuvo en sus pensamientos, que no se dio cuenta de cuándo llegó a la clínica y que el vehículo estaba esperando a que descendiera para poder ir a estacionarse. Con un dejo de apatía, Natalia se bajó de la camioneta y la vio alejarse, preguntándose por primera vez dónde iría a parar cuando ella no estaba abordo. Entonces se percató de que había tantas cosas que ignoraba, pero que, pese a que despertaban su curiosidad, no tenía tiempo para intentar comprenderlas.
         Repentinamente el desgano se apoderó de ella y, si había tenido ganas de trabajar aquel día, por culpa de aquellos pensamientos, éstas se esfumaron. Entró a la clínica arrastrando los pies, deseando estar de regreso en la comodidad de su cama, pero aceptó con resignación el hecho de aguantar varias horas antes de poder volver a ella.
        Natalia notó con cierta molestia que el primer paciente de la mañana ya esperaba a ser atendido. Pese a su estado de ánimo, lo recibió con su sonrisa habitual, lo invitó a pasar a la habitación y le ayudó a acomodarse en el sillón. Se trataba de un niño tembloroso, que se notaba un poco asustado de ver tanto instrumental siniestro rodeándolo, pero que se calmó rápidamente cuando Natalia le tomó la mano y le dijo:
       —Tranquilo, no vamos a usar nada de esto.
       Sentándose junto al sillón, acercó una mesita sobre cuya superficie había un busto metálico.
       —Te presento a TITO. Él va a ser nuestro ayudante.
     TITO (Teeth Instrumental Orthodontics) era un robot especializado que permitía simular la cavidad bucal del paciente, para la fabricación de piezas de ortodoncia. Mediante la aplicación de un gel inteligente, la boca del robot replicaba con gran exactitud la de la persona a tratar, con lo que se conseguía la elaboración de aparatos optimizados para sus necesidades particulares. Además de ello, el robot podía gesticular como si hablara y simular situaciones cotidianas como comer, aspirar aire o silbar.
     La dentadura del muchacho era un verdadero desafío, pero gracias a la ayuda de Tito todo resultaba mucho más sencillo. La única parte desagradable para el pequeño paciente, fue tener que aguantar el gel frío dentro de su boca, que le provocó un par de arcadas. Pero, pese a las molestias, el niño pudo retirarse tranquilamente no más de 10 minutos después, emocionado por haber visto funcionar al robot.
     La sonrisa satisfecha del niño le dio un poco de entusiasmo a la desanimada mañana de Natalia. En realidad, le gustaba hacer lo que hacía, pero le fastidiaba profundamente el tiempo que le demandaba cada día y cada semana. Estaba cansada de esa rutina molesta, viendo boca tras boca, hora tras hora, muchas veces pasando largo períodos de tiempo sin decir más que “buenos días”, sin poder compartir algo más interesante para conversar. En fin, así era su trabajo.
       Antes de hacer pasar al siguiente paciente, se sentó en su banquillo y miró fijamente a TITO, cuya boca seguía siendo la réplica del anterior.
       —Sonríe —le ordenó.
      Mecánicamente en el rostro del aparato se dibujó una mueca muy similar a la sonrisa del niño. Natalia soltó un largo suspiro y pensó en lo grandioso que sería que el robot pudiera hablar. No esos gestos graciosos que hacía para simular una conversación, sino que realmente pudiera comunicarse. Entonces, repentinamente, una voz sintetizada la provocó un enorme sobresalto, que por poco le hace botar el instrumental que tenía a la mano.
        —Si quiere que hable, no tiene más que pedírmelo.
      Natalia miró a TITO totalmente incrédula. No podía dar crédito a lo que estaba sucediendo. Llevaba más de dos años trabajando con el robot y, en todo ese tiempo, éste no había emitido sonido alguno. Luego, una vez superada la sorpresa inicial, fue más allá y se preguntó si acaso la máquina le había leído el pensamiento.
       —¿Cómo es posible…?
       —¿Qué supiera lo que está pensado? No lo sé, sólo lo intuí.
        “¿Lo intuyó? ¿Pueden hacer eso los robots?”, se preguntó Natalia, al tiempo que se ponía de pie para mirar alrededor. Aquello bien podría tratarse de una broma. Tal fue la impresión, que miró en todas las direcciones, como si buscara alguna cámara de video.
         —Tranquila, nada de esto es real dijo el robot.
         —¿A qué te refieres?
     —Lo que está ocurriendo no es más que producto de su imaginación. Está tan aburrida, que ha empezado a desvariar.
     Natalia no estaba segura de que fuera un desvarío, pues aquello parecía ser muy real. Pero sería interesante seguirle el juego a TITO.
        —¿Cómo puedo saber que me estoy imaginando esta locura? —le preguntó.
       —Fácil: en primer lugar, los robots carecemos de intuición (todo el mundo lo sabe). Y, segundo, ¿cómo podría saber yo que lleva horas preguntándose qué haría si no tuviera que vivir para trabajar?
       Un gesto de duda se dibujó en el rostro de la mujer, pues no recordaba haberse planteado algo así, pero el robot se oía demasiado sensato como para no creerle.
         —¿Quiere otra prueba? ¿Cuántos libros tiene pendientes de leer porque no le alcanza el tiempo para hacerlo?
         Eso sí que era cierto, la pequeña biblioteca de su casa tenía un montón de textos apilados esperando a ser leídos, pero siempre había tenido que postergarlos por tener otras cosas más importantes que hacer. Pero entonces, ¿cuándo tendría tiempo para ella? ¿Cuándo iba a poder aprender a cocinar, si siempre, pero siempre tenía cosas más importantes para hacer?
       —Creo que ya lo tiene —dijo el robot interrumpiendo su meditación—. La vida no es sólo trabajar. También es vivir.
         —¡Tienes razón, TITO! —exclamó Natalia con entusiasmo—. Merezco tener un tiempo que sea sólo para mí.
        Con alegría renovada, la mujer se puso de pie de un brinco dispuesta a darle un gran abrazo al robot, pero cuando lo iba a hacer, el timbre del comunicador desvió su atención. Seguro llamaban para avisarle que el siguiente paciente esperaba. Un poco más serena, se volteó para darle las gracias a TITO, pero el robot había vuelto a ser la máquina inerte y sin vida de siempre. Sin embargo, seguía replicando la sonrisa de aquel niño, ese gesto inconfundible que había detonado esa jugarreta de su imaginación, que le llevó a un breve recorrido por un rincón desconocido de su alma.


      —Gracias —susurró acariciando la fría cabeza de TITO, a quien ya no vería más como un instrumento, sino como a un compañero. Un confiable y silencioso compañero.

martes, 3 de septiembre de 2013

si no tuvieras que vivir para trabajar? III

SI NO TUVIERA QUE VIVIR PARA TRABAJAR,
VIVIRÍA LA VIDA QUE VIVO

El ingreso a la atmósfera fue mucho más agitado de lo que Silvia había imaginado. Le habían prometido que el viaje sería muy cómodo y seguro, pero esto estaba bien lejos de aquella promesa. Entre tanto movimiento, su imaginación le pasó una absurda mala pasada y pensó que, en caso de ocurrir algún lamentable accidente, se perderían las horas en material de trabajo  que había capturado en audio e imágenes durante su estancia en la estación. La idea cruzó en forma fugaz los confines de su mente y, cuando terminó, se dio cuenta de que sus prioridades estaban muy mal establecidas.
Una risa nerviosa escapó por su boca. Era un acto que combinaba el temor que estaba sintiendo y una burla camuflada de sí misma, que no logró disimular, pero que fue imperceptible para el resto de los pasajeros.
Cuando las sacudidas acabaron, Silvia estaba tiesa, aferrada con todas sus fuerzas a los apoya brazos de su asiento. Había viajado incontables veces, pero nunca había sentido una turbulencia como aquella. Si incluso llegó a pensar que la nave se desarmaría a causa de la vibración y que las consecuencias serían nefastas para su trabajo. Pero lo peor ya había pasado y el alma le volvería poco a poco al cuerpo.
Ya con la mente más despejada, ésta comenzó a divagar y entró en reflexiones motivadas por esta suerte de “experiencia cercana a la muerte”, como exageradamente la bautizó. Y una pregunta le inquietó más que cualquier otra cosa: ¿por qué había temido más perder su trabajo, que su propia vida? Era cierto que había pasado varios días haciendo entrevistas, hojeando documentos, tomando fotos, etcétera; todo ello bajo dificultosas condiciones, como la ingravidez, la iluminación, la horrible comida de astronauta… En fin, no había sido fácil, pero sentía que lo que llevaba en su equipaje era maravilloso y ansiaba poder compartirlo cuanto antes con el mundo.
¿Era su trabajo tan valioso que merecía más preocupación que su vida? Cierto era que las agencias espaciales del mundo estaban llenas de imágenes similares a las que Silvia llevaba, pero para ella las suyas tenían más vida, no eran simples fotografías de una estrella, un planeta, o su satélite. No ella había capturado la esencia del hogar universal de la humanidad y lo había complementado con el relato de mujeres y hombres que trabajaban a diario en ampliarlo, con esmero y dedicación, pese a las evidentes dificultades que debían enfrentar.
Ciertamente, perder todo aquel preciado material habría sido catastrófico. Sin embargo, éste no estaba listo para ser exhibido al público, y editarlo para obtener el excelente reportaje que vislumbraba, que bien sabía le iba a costar lo suyo. Y buena parte de sus recursos se habían ido en hacer ese viaje, así que, al tocar tierra, se vería enfrentada a la necesidad de conseguir algún apoyo para producirlo. ¿Acaso ello no le restaba valor a todo ese trabajo?
Tal vez había ido demasiado lejos en su vida y quizá por eso apreciaba más otras cosas que su integridad física. Desde que decidió vivir alejada de su tierra natal, de su familia, ausente en las fechas importantes, el trabajo se había transformado en parte esencial de su vida. Y no es que hubiera olvidado sus afectos, todo lo contrario, estos era aún más intensos, a pesar de las distancias, de los innumerables viajes y de las incontables pellejerías. Pero es que ella amaba lo que hacía, disfrutaba con pasión su trabajo y lo que más ansiaba era poder compartirlo con el mundo entero.
Entonces, no resultaba tan descabellado lo que había pensado durante los minutos de terror que le significó el reingreso a la atmósfera terrestre. No era su trabajo lo que había temido perder, sino que ese trozo de su vida, en el que había puesto toda su alma y empeño. No eran las fotos de los glaciares, de los desiertos, de los océanos y de la aurora boreal lo que extrañaría, sino el recuerdo de aquella sensación de asombro ante tanta maravilla y belleza reunidos en una sola imagen.
Cuando la nave aterrizó en el puerto espacial ubicado a las afueras de París, Silvia todavía seguía perdida en sus cavilaciones, sintiendo que estas avanzaban justamente en el sentido correcto. “¿Qué importa vivir para trabajar —se preguntó—, si mi trabajo me permite vivir la vida que vivo?”
Al volver a pisar el suelo firme de su querido planeta Tierra y llenar de aire fresco sus pulmones, Silvia sintió una innegable sensación de satisfacción. Redescubrió el encanto de vivir y sentirse plena con cada cosa que hacía. Llevaba la vida que quería, de eso no había duda. Podía ser que llevara una vida al 3 y al 4, sin seguridad alguna, pero con mucha libertad… Impagable libertad.


martes, 30 de julio de 2013

si no tuvieras que vivir para trabajar? II

SI NO TUVIERA QUE VIVIR PARA TRABAJAR,
SEGUIRÍA TRABAJANDO Y APRENDIENDO CADA DÍA

                —¿Qué pasa aquí? —se preguntó Carolina retóricamente.
                El ambiente festivo en la oficina no era ocasional, pero aquella mañana la algarabía sobrepasaba todo lo esperable. Los miró a todos antes de entrar y pensó en salir corriendo, pero su sentido de la responsabilidad pudo más que sus ansias de huir.
                Forzando una sonrisa, saludó uno a uno a sus compañeros y trató de demostrar algo de entusiasmo por unirse a lo que fuera que estuvieran festejando, pero en realidad lo único que quería era sentarse, cumplir con sus labores, esperar el horario de salida y recuperar la libertad.
                Hacía varios meses que cargaba con aquella sensación de ahogo, una suerte de insatisfacción con esa “alegría mecanizada” que era el trabajo. Los típicos eslóganes con los que había crecido comenzaban a perder sentido cuando revisaba lo que hacía a diario. Eslóganes como “Tu trabajo es patria”, o “Tu trabajo engrandece a tu Nación” no significaban mucho, si a lo más se dedicaba a revisar que los puntos y las comas estuvieran ubicadas en el lugar correcto y que el procedimiento fuera el mismo de siempre, no fuera a suceder que a algún creativo se le ocurriera arruinar lo que ya funcionaba perfectamente bien.
                Pero Carolina tenía la sensación de que había otra manera de hacer las cosas. No tenía muy claro cuál, pero podría investigar… ¿para qué? ¿Para hacer las cosas mejor, más eficientes? ¿O simplemente para satisfacer su curiosidad? En cualquier caso, era casi imposible arribar a alguna conclusión, pues esas respuestas estaban vedadas. La inexistencia de manuales o textos impedía que cualquier curioso pudiese atentar contra el orden y la estabilidad que a todos hacía tan felices. Salvo a Carolina.
                Durante meses había logrado mantener oculto su descontento, pero aquel día sintió que el cinismo con el que convivía a diario no podía ser normal y, aburrida del bullicio, golpeó la mesa con fuerza y gritó:
                —¡Por qué no se callan y me dejan trabajar en paz!
                Todo el mundo quedó helado y un silencio muy incómodo se apoderó de la oficina, hasta que uno de sus compañeros dijo:
                —Esta Carolina, tan graciosa que es.
                Y todos largaron a reír. Salvo Carolina, que fulminó fugazmente a su compañero con la mirada. Ofuscada, se sentó en su silla y miró impávida la pantalla de su computador. Los colores vivos del salvapantalla contrastaban con su estado de ánimo y la frase que rebotaba por los bordes del aparato era casi una burla: “sin tu trabajo, tu País no se mueve”. Fastidiada, presionó una de las teclas para hacerla desaparecer y mostrar los programas que estaban siendo ejecutados.
                Carolina tenía la sensación de que su actitud le valdría ser menospreciada por la gente de su trabajo, pero se sentía incapaz de demostrar una satisfacción que en realidad no sentía. Trató de evadirse de lo que acababa de ocurrir y desvió su atención a su correo electrónico. No tenía nuevos mensajes, pero le llamó la atención ver que su bandeja de correo basura estaba llena. “Que raro”, susurró. ¿Cómo era posible que el Administrador no lo hubiese filtrado? Abrió la carpeta correspondiente, aprestándose a borrar su contenido, pero, al hacerlo, el asunto de los incontables y repetidos mensajes le paralizó la mente por segundos que parecieron una eternidad. Al despabilar, sin quererlo, lo leyó en voz baja:
                —¿Qué harías si no tuvieras que vivir para trabajar?
                Al darse cuenta de lo que había hecho, levantó la mirada con preocupación, pero al notar que nadie la había oído, volvió la atención a la pantalla y abrió uno de los mensajes. Estaba vacío. Uno a uno repitió el proceso, esperando encontrar algún contenido adicional, pero solo se trataba del asunto. Un  poco asustada, seleccionó todos los mensajes y los eliminó, almacenando la pregunta en su mente.
                Durante los días que siguieron, ésta la persiguió adonde quisiera que fuese. No tenía una respuesta, ni siquiera sabía si la necesitaba. Porque, siendo bien honesta consigo misma, no sentía que ella viviera para trabajar, era algo que, hasta hacía un tiempo al menos, le gustaba hacer. Pero, más allá de eso, ¿tenía realmente una vida?
                De pronto, la sensación de insatisfacción se transformó en un vacío que no podía llenar. ¿Cómo podía dar respuesta a todas sus preguntas, si no podía conocer más que aquello que las autoridades aprobaban? ¿Dónde estaba el verdadero conocimiento, el desarrollo de la razón? Su intuición le estaba diciendo a gritos que algo no estaba bien su mundo, que la paz y la estabilidad de la que gozaba la sociedad no eran más que una ilusión o una construcción falsa y abstracta.
                Al regresar a la oficina después del fin de semana, Carolina se apresuró a revisar su correo. Varios mensajes esperaban ser abiertos con instrucciones para las tareas de aquel día, pero en ese momento era más importante revisar la carpeta de correo no deseado. Sólo había un mensaje, pero el asunto seguía siendo el mismo. Al igual que la vez anterior, pero menos esperanzada, lo abrió en busca de algún contenido. Tal como esperaba, estaba en blanco. Sin embargo, como su cabeza estaba más fría, se tomó el tiempo para ver los detalles del correo. Había sido enviado a la 03:34 de la madrugada, pero lo más llamativo era la extensión del dominio de la dirección del remitente. Era de su misma institución, aunque no pudo distinguir a cuál de sus trabajadores pertenecía. Pensó en responder, pero el temor a ser descubierta por el Administrador la disuadió de hacerlo. Entonces, como si alguien le hubiese estado leyendo la mente, un nuevo mensaje se descargó en la misma carpeta con el siguiente asunto: “Carolina, no temas y responde: ¿qué harías si no tuvieras que vivir para trabajar?”
                Muerta de miedo, Carolina tomó su cartera y salió a toda prisa de la oficina. Sabía que se llevaría una gran reprimenda, pero estaba muy asustada como para quedarse allí. Sin embargo, cuando estaba ante las puertas del añoso edificio, se contuvo, respiró profundo y reflexionó. Ella no había hecho nada, así que no tenía qué temer. Volvió sobre sus pasos rumbo a su oficina y, al entrar, sus aún sorprendidos compañeros le preguntaron qué le ocurría.
                —Nada, se me había olvidado que tenía que sacar plata urgentemente —mintió.
                Sin decir más, volvió a su puesto y miró nuevamente su correo. Ahí estaba el mensaje sin leer y, sobre éste, uno nuevo cuyo asunto rezaba: “Nadie sabrá qué harías si no tuvieras que vivir para trabajar”.
                Haciendo acopio de todo su valor y fuerza de voluntad, presionó el botón “responder” y sobre el asunto escribió: “no vivo para trabajar, trabajo para vivir”. La respuesta no tardó en llegar: “¿Estás segura?”. Carolina no supo qué responder. Realmente no estaba segura. De pronto se le vino una imagen de sí misma representada por un engranaje, una pieza insignificante dentro de una máquina muy bien lubricada con excesivo control e ignorancia. Llegó entonces a la conclusión de que ella podría ser más útil si rompiera el paradigma del desconocimiento, si pudiera de verdad aprender y buscar libremente las preguntas que se asomaban en su mente.
                “No, no estoy segura”, respondió. Y acto seguido, antes que llegara un mensaje de vuelta, volvió a escribir: “Si no tuviera que vivir para trabajar, seguiría trabajando y aprendiendo cada día… solo por el placer de hacerlo”.
                Durante las siguientes horas, Carolina estuvo con el alma en un hilo. La carpeta de correo no deseado parecía haberse congelado. Pensó que podría tratarse de un problema con el servicio de correo, pero a su bandeja de entrada seguían llegando nuevos mensajes. El temor a haber sido descubierta le heló las extremidades. Hasta que, en el instante previo a presionar el botón “cerrar” del programa, antes de retirarse a descansar, llegó el esperado correo: “estación del ferrocarril en 15 minutos”.
                Carolina salió a toda prisa rumbo a la estación más cercana del subterráneo, pero una vez estuvo ante la boca del túnel, no supo qué hacer. No sabía a qué iba a enfrentarse: podría ser que hubiese sido descubierta. Y si era así, ¿qué iba a ser de ella? ¿Qué le sucedería, si osaba desobedecer el orden imperante? Mientras se enfrentaba a su propia indecisión, algo inesperado le abrió los ojos:
                —Apúrate, papá —oyó a una niña que tiraba de la mano a su progenitor—, o nos vamos a perder el matrimonio del tío Fernando.
                Al oírla, Carolina se entristeció por el futuro que le esperaba a esa pequeña. El tío Fernando no era más que un personaje ficticio de un programa de televisión. Pero para la niña era otro miembro más de su familia. Era todo lo que su imaginación, atrofiada por los dramas de su familia de la televisión, podía concebir. Y no era la única.
                Casi con desesperación, bajó corriendo al subterráneo, cogió el primer tren y se dirigió al lugar indicado. Al salir frente al terminal ferroviario, miró en todas direcciones buscando algún indicio de qué era lo que buscaba, pero no vio nada fuera de lo normal. Esperó varios minutos, pero nada ocurrió. Se había tardado demasiado en decidirse a acudir a la cita. Decepcionada, buscó un taxi y se dirigió a casa.
                Durante el trayecto, con la mirada perdida en el exterior del vehículo, buscó una palabra que describiera lo que sentía en ese momento, pero estaba muy ofuscada para dar con ella. Pero, al buscar en su cartera el dinero para pagar el taxi, se llevó una gran sorpresa: encontró una hoja de papel, que ella no había puesto allí. Esperó a que el taxista se alejara para examinar el hallazgo. Tenía una inscripción escrita a mano, toda una rareza, que rezaba:
                “La curiosidad y la necesidad de conocimiento no se pueden controlar. Por más que lo intenten, las letras no mueren, están allí, en algún lugar, para satisfacer tu necesidad. Descuida, ellas llegarán a ti, solo debes ser paciente y no sentir temor. No estás sola, somos cientos los que traeremos el fin a esta era de oscuridad. Entonces, los libros volverán a ver la luz. Ven con nosotros y podrás seguir trabajando y aprendiendo cada día.”

                Carolina sonrió, sacó su encendedor de la cartera y destruyó la nota. En su memoria, el mensaje jamás podría ser borrado.

A la memoria de Ray Bradbury (1920-2012)

miércoles, 17 de julio de 2013

si no tuvieras que vivir para trabajar? I

SI NO TUVIERA QUE VIVIR PARA TRABAJAR,
PLANTARÍA

                Pasaban de las tres de la tarde. El turno era tan aburrido como todos los de aquella primera semana. Más allá de las paredes subterráneas del Centro, el Astro Rey brillaba en todo su radiante esplendor, pero a Roberto no le quedaba más que contentarse con la luz artificial del Área Médica. Le resultaba ridículo tener que quedarse allí, sin hacer nada más que mirarse las caras con Javier, su aprendiz y asistente, cuando en la superficie había tanto por hacer. Pero como el único médico de la expedición, era su deber permanecer atento ante cualquier contingencia que pudiera surgir.
                Tal como estaban las cosas, habría preferido quedarse en el Asentamiento junto a su pareja y sus hijas. ¡Oh, cuanto las extrañaba! Pero cuando se unió al grupo de terraformadores, pensó que su trabajo y su vida cobrarían un nuevo sentido, pues él iba a contribuir a que, tal vez no sus chicas, pero si su descendencia, pudieran pasear libremente por el exterior. Y no era así.
                —Doctor, voy por un café —dijo Javier quitando la vista de un gordo libro de medicina—, ¿se le ofrece alguna cosa?
                —No, muchas gracias.
                Era un buen muchacho. Entusiasta y con ganas de aprender. Pero Roberto presentía que el aburrimiento tarde o temprano terminaría por desmotivarlo... igual que a él. "¡No!" se dijo a sí mismo. Él no era así. No podía ser que se dejara llevar por la monotonía del lugar. Había algo que él quería hacer más que nada en el mundo y tenía muy claro que, cuando algo se le metía en la cabeza, siempre, pero siempre, era capaz de encontrar la forma de llevarlo a cabo. Y ésta no sería la excepción.
                —¡Javier! —exclamó—. Voy a subir.
                —Pero, doctor —respondió el asistente desde una sala contigua—, ¿y si algo se presenta?
                —Confío en que sabrás resolverlo. Y si no, me buscas.
                —¿Y dónde lo encuentro?
                —Haciendo lo que vine a hacer: plantando.
                Roberto sintió tal satisfacción al decirlo, que supo de inmediato que nada ni nadie le impediría tomar una palita, enterrarla en suelo fértil, y colocar allí la semilla del futuro. Era su anhelo, era exactamente lo que quería hacer con su vida.
                El elevador no tardó en recorrer las tres plantas que separaban el Área Médica de la superficie. Al salir, ante su vista se extendió el inmenso domo geodésico, bastión del deseo terraformador de los seres humanos. La atmósfera de su interior era un nivel intermedio entre el ambiente habitable por el hombre y el aire nocivo del exterior. Para ingresar al domo era necesario emplear trajes especiales capaces de reciclar el aire y el agua del cuerpo humano. Las condiciones de trabajo no eran las mejores, pero las personas que se empeñaban en la labor de dotar al domo de un medio apto para la vida humana eran verdaderos héroes y heroínas.
                Pero Roberto no buscaba ningún tipo de reconocimiento, él sólo quería volver a sentir la tierra en sus manos, bajo sus pies, ante sus ojos, quería sentir la dicha de dar inicio a la vida que brotaría desde allí y que haría posible que el ser humano pudiese salir al mundo exterior y pasear por él sin necesidad de máscaras.
                El médico tardó varios minutos en la cámara de acceso al domo, intentado encontrar un traje de su talla, pero aparentemente todos estaban siendo utilizados en ese momento. Le llamó la atención que, pese a la ausencia de trajes auxiliares, no hubiera urgencias médicas por la exposición al aire tóxico del domo. Bastaba un pinchazo para que se colaran en su interior los gases nocivos, pero todo parecía indicar que éstos eran más confiables de lo que cabía imaginar. Por supuesto, Roberto no iba a permitir que eso fuera un impedimento y recorrió todo el lugar con la esperanza de hallar algo que le permitiera circular en forma segura por la zona de cultivo. Hasta que finalmente lo encontró. Era un traje más pequeño, en el que no entraría de ninguna forma, pero tomando el casco, la mascarilla, las mangueras, algunas bolsas de nylon y un poco de cinta adhesiva, podría hacerse con un buen sustituto.
                Tardó varios minutos en completar su versión de un traje de sobrevivencia, pero cuando estuvo listo, creyó que nada tendría que envidiarle a uno auténtico. Se lo calzó de prisa y probó que todos los sistema de purificación estuvieran funcionando y que no hubiese filtraciones. Hasta allí, todo iba perfecto, sólo le faltaba una pala y estaría listo para entrar al domo.
                La cámara interior daba a una esclusa hermética, donde el grupo de terraformadores debía tomar una ducha descontaminante antes de poder sacarse los trajes cuando regresaban del domo. Además, previo a ingresar a la cámara, la esclusa se vaciaba de todos los gases que ingresaban desde el interior del domo y se renovaba con aire puro, para igualar las condiciones ambientales adecuadas para el ser humano. Roberto esperó pacientemente a que se llevara a cabo todo el proceso e ingresó triunfalmente a la imponente estructura. Aparentemente su presencia no llamó mucho la atención, a pesar de las peculiaridades de su traje, pues todo el mundo ser encontraba muy afanado en sus labores de cultivo.
                Para pasar los más desapercibido posible, Roberto buscó un lugar apartado del resto del grupo, mientras recorría con la mirada el paisaje que se hallaba más allá del domo. Un frío intenso le recorrió la espalda al ver tan próximo el exterior y percibirlo tan inhóspito, tan abandonado. Recordó un tiempo anterior, un pasado muy lejano ya, cuando todo eso estaba lleno de vida. Allá afuera los vestigios de una vieja cerca le trajeron a la memoria aquellos años en que él personalmente cultivaba esa misma tierra con sus propias manos.
            Abandonando el dolor que la escena le provocaba, se arrodilló y sostuvo su pala con determinación, hundiéndolo sobre la tierra húmeda y extrajo varios puñados que amontonó alrededor. Luego sacó del estuche de su traje unas semillas que había metido de "contrabando" y las depositó con delicadeza en el agujero. Con una fe ciega cubrió de tierra los pequeños granos y deseó con fervor que bajo ese suelo fértil volvieran a crecer los árboles que habían dado vida a aquel lugar que en otro tiempo fuese, no sólo su hogar, sino el de toda la humanidad.

jueves, 4 de julio de 2013

si no tuvieras miedo? V

LIMPIARÍA CHILE DE CORRUPTOS,
SINVERGÜENZAS Y DELINCUENTES

Al principio no era más que una leyenda urbana, un mito ilógico que había surgido de excéntricas charlas de borrachos del interior de un bar de mala muerte o de un exótico pub. Más tarde la leyenda cobró vida, pero la opinión generalizada apuntaba a que el Sujeto Desconocido era sólo un chalado. No faltaron los que, incluso, llegaron a aplaudir sus actos. Mal que mal, no hacía otra cosa que limpiar las calles de Santiago. Nadie lloraría a un par de criminales menos infestando el alma de la ciudad.
Pero la opinión de esos pocos estaba próxima a cambiar. Claro, cualquiera cambia cuando tocan sus intereses. Sea como sea, el cambio del Sujeto Desconocido fue paulatino. De simples delincuentes callejeros, pasó a criminales peligrosos y más tarde a funcionarios corruptos. Pero los más recientes ataques a determinados edificios tenían el sello de este legendario sujeto, y los poderosos comenzaron a temblar.
Durante tres noches seguidas se registraron estruendosas explosiones en varias dependencias de una prestigiosa compañía administradora de pensiones, provocando cuantiosos daños materiales. Los ataques, que de inmediato conmocionaron a la opinión pública, podrían haberse atribuido a algún tipo de grupo subversivo, salvo por un pequeño detalle que puso bajo sospecha al mismo Sujeto Desconocido: en todos los edificios atacados podía leerse rayada la leyenda “la limpieza recién comienza”. La misma inscripción había sido encontrada en panfletos abandonados en los lugares de sus ataques anteriores.
El Gobierno de inmediato se avocó a la labor de su identificación y captura, poniendo a sus mejores recursos a cargo de la investigación, pero no logró dar con él sino hasta que fue demasiado tarde.
*
Eduardo había sido por años un notable caso de estudio para los neurólogos. Durante mucho tiempo, los especialistas habían sido incapaces de determinar por qué había nacido imposibilitado de sentir el más mínimo temor. Y no es que él fuera excepcionalmente valiente, sino que jamás había tenido que enfrentar al miedo, pues no podía sentirlo, no lo conocía. Ello muchas veces lo había llevado a ponerse innecesariamente en situaciones de peligro para su integridad física sin que le importara en lo absoluto.
Una posible explicación a este fenómeno la planteó un experto neurocirujano que tenía vasta experiencia en estudios acerca del miedo, quien sometió a Eduardo a numerosos exámenes, luego de ser liberado tras estar un par de meses en prisión. Su conclusión: el sujeto había nacido con una lesión en la corteza cingular anterior del cerebro, que resultaba ser incurable. Ello lo habría motivado a tomar algunas decisiones radicales en su vida, de aquellas que la mayoría de la gente se abstiene por temor a sufrir algún mal, las que finalmente acabaron llevándolo a la cárcel.
Todo comenzó con las palabras de un viejo amigo que quedaron grabadas a fuego en la mente de Eduardo, durante un encuentro en el que primaron las bebidas alcohólicas y la buen comida:
—Oye, compadre —dijo—, si yo fuera como tú, limpiaría todo el país de corruptos sinvergüenzas y delincuentes de todo tipo… voh podríai ser un auténtico “Súper Pollo”.
En aquella ocasión todos rieron a carcajadas, pero jamás imaginaron que, a la larga, Eduardo se lo tomaría muy en serio.
El primer evento ocurrió poco tiempo después de aquella reunión. Eduardo se encontraba detenido ante la luz roja de un semáforo, cuando presenció como un sujeto le arrebataba en forma sorpresiva su teléfono celular a una joven que se disponía a cruzar la calle. Él, casi sin pensarlo, pisó el acelerador, ignorando la señal de detención y se lanzó en persecución del individuo, al cual logró dar caza a un par de cuadras. Tal era su prisa, que se subió a la vereda haciendo que el delincuente se estrellara contra el costado del vehículo. Eduardo no demoró en actuar, se bajó del auto y, premunido de la llave de tuercas de los neumáticos, le propinó una paliza descomunal al individuo. Luego le arrebató el teléfono robado, se subió con toda calma a su automóvil y se devolvió en busca de la propietaria del aparato. La chica, agradecida del gesto de este improvisado héroe, ni siquiera se preguntó cómo había sido capaz de recuperar el equipo.
Situaciones como esa comenzaron a repetirse, con la diferencia que Eduardo comenzó a buscarlas. En más de una ocasión terminó con heridas cortantes, incluso en alguna oportunidad una bala por poco le da en el estómago. Pero él ni se inmutaba. Nada le asustaba y eso era una ventaja para esta suerte de vigilante en la que se estaba convirtiendo, pero el costo para su propia seguridad era demasiado alto, algo que él mismo era incapaz de dimensionar. En particular tomando en cuenta que la ausencia de miedo no significaba una falta de emoción en lo que hacía, lo que produjo en él un gozo cada vez mayor con la adrenalina que le provocaba enfrentar delincuentes.
Ya cuando se hubo acostumbrado a este papel de vigilante, tomó la decisión de dejar su firma en cada uno de sus actos heroicos. Así fue como, cada vez que la policía daba con uno de los criminales que habían sufrido el castigo de Eduardo, encontraban junto al malogrado un papel en el que se leía la consigna "la limpieza recién comienza".
Así, la cruzada de Eduardo sólo tenía como blanco a meros delincuentes comunes, muchos de ellos realmente peligrosos y violentos. Pero poco a poco su limpieza comenzaría a escalar y se tornaría algo personal. La primera vez que varió su modus operandi fue justo el día después que un funcionario de dudosa reputación le amenazó con las penas del infierno si no lo sobornaba para evitar el pago de una multa de tránsito que le habían cursado, precisamente uno de aquellos días en que había abandonado su auto para hacer papilla a un asaltante. Eduardo quiso quejarse con el juez, pero le fue imposible acercarse a él siquiera y terminó en un calabozo por desacato. Ser víctima de semejante acto de corrupción le hizo hervir la sangre al punto que elaboró un minucioso plan para castigarlo. Haciendo uso de sus conocimientos en mecánica, se apoderó del automóvil del corrupto durante toda una mañana, mientras éste cumplía su jornada de trabajo y efectuó algunos "ajustes" clandestinos a la máquina. Horas más tarde, el corrupto era llevado en una ambulancia rumbo a un centro asistencial para ser atendido por las lesiones que sufrió en un accidente de tránsito. Lo más llamativo del caso era que, en el airbag del vehículo se leía la inscripción "la limpieza recién comienza".
A esas alturas parecía que la temeridad de Eduardo había tocado techo, y las autoridades comenzaron a preocuparse. La leyenda de la aparición de un vigilante en la ciudad se estaba esparciendo como la pólvora y muchos se vieron tentados a imitarlo, y su firma comenzó a replicarse en distintos puntos de la ciudad. La diferencia, como lo notaría un detective más tarde, estaba en que Eduardo nunca buscó realmente un beneficio personal y sólo reaccionaba a lo que él consideraba injusto o ilegítimo. Así lo pudo comprobar cuando lo entrevistó en la comisaría luego de su detención.
La historia de su arresto es algo confusa. Algunos creen, aún hoy, que Eduardo buscó intencionalmente ser capturado, con la finalidad de detener la ola de ataques que se había producido utilizando su sello. Otros simplemente piensan que cayó en la cárcel producto de su temeridad y total desconocimiento del miedo. Lo único claro, es que estaba furioso y, si se piensa racionalmente, sus razones tenía, pues fueron varios los abusos que no sólo presenció, sino de los que también fue víctima.
El primer evento ocurrió al momento del retiro de su madre, pues, pese a haber trabajado durante toda su vida adulta, obtendría una pensión que parecía una miseria. Eduardo reaccionó indignado y orquestó un plan para atacar varias sucursales del organismo de pensiones, tan meticuloso que parecía ser obra de grupos subversivos. Sin embargo, el trabajo era obra suya y, por lo tanto, firmó cada uno de los edificios atacados.
Pero eso no lo dejó contento, sobre todo después de que le embargaran su auto, su bien más preciado, por una deuda ridícula que no quiso pagar, porque le habían subido unilateral y arbitrariamente las comisiones de su tarjeta de crédito. Fue entonces que Eduardo perdió los estribos y determinó que esta vez eran quienes verdaderamente envenenaban el alma de su país lo que tenían que pagar. Y por eso fue que se apareció en un prestigioso evento empresarial, entre cuyos asistentes se encontraba lo más granado de la élite económica y política, incluyendo a Ministros de Estado, ataviado con un vistoso  chaleco bomba y un detonador en una de sus manos. La conmoción y el caos fueron totales. Eduardo se encontró rodeado de hombres armados dispuestos a dispararle, pero él ni se inmutó ni lanzó exigencia o consigna alguna. Pasaron varias horas de extrema tensión, hasta que, cansado de que le preguntaran cuáles eran sus demandas, Eduardo se acercó a la testera y habló:
—Ustedes merecen lo que va a pasarles, porque ustedes son los que envenenan el alma de este país con su inmunda avaricia. Corrompen todo lo que tocan y ya no estoy dispuesto a seguir tolerándolo. Por eso, hoy, cuando acabe con ustedes, la limpieza llegará a su fin.
Luego de eso se oyó un disparo. Eduardo cayó herido y, al soltarse el detonador de su mano, se produjo una leve explosión que causó un impacto tremendo entre los aterrorizados asistentes. Acto seguido, del chaleco de Eduardo brotaron miles de tiras de papel picado que se esparcieron por todo el lugar, ante las miradas atónitas y horrorizadas de éstos. En cada uno de ellos estaba escrita con tinta roja la frase "la limpieza ha llegado a su fin".


miércoles, 19 de junio de 2013

si no tuvieras miedo? IV

SI NO TUVIERA MIEDO, ESCUCHARÍA MUCHO MÁS
A MI GUATA Y MENOS A MI CABEZA

Merodeaba por un rincón alejado y oscuro de la bóveda, indecisa, vacilante, insegura de hacer lo que realmente quería hacer. Su estómago emitió un imperceptible gruñido que de inmediato asoció al hambre que sentía. Siempre tenía hambre. Pero se engañaba a sí misma, pues sabía que no era por hambre que sus entrañas reclamaban. Estaba nerviosa, pero no quería admitirlo. Tomó una gran bocanada de aire, como para darse ánimos para llevar a cabo aquello que tanto temía hacer, pero sus pies finalmente la llevaron en otra dirección.
Las enormes paredes de la bóveda disuadían a cualquiera que se animara a pensar si quiera en salir a la superficie sin autorización. El problema estaba en que, sólo para conseguir una autorización, tendría que esperar a lo menos un mes. Y quizá unos tres meses más para que le permitieran formar parte de una expedición. Era demasiado tiempo, considerando que la demolición sería en una semana.
Carla revisó por enésima vez su mochila, para comprobar que llevaba el equipo necesario y víveres suficientes para sobrevivir a su aventura. Estaba todo allí, sólo le faltaba la voluntad para tomar el riesgo más grande de su vida. La pregunta era: ¿estaba ella realmente dispuesta a asumirlo? Pues tenía muy claro que no sólo su vida correría peligro, sabía que, en cuanto llegara a la superficie, las autoridades la llevarían a la fuerza de vuelta a la bóveda. Pero sabía, también, que no necesitaría más de un minuto para cumplir su promesa.
“Ay” murmuró soltando un largo suspiro. “Si no tuviera miedo, escucharía mucho más a mi guata y menos a mi cabeza”, susurró para dejar salir el conflicto interno por el que atravesaba.
Envuelta en sus cavilaciones, dio varias vueltas, hasta que se aburrió y dejó caer su mochila para luego sentarse apoyando la espalda contra la pared que debía trepar si quería llegar a la superficie. La sensación de las piedras contra su piel, si bien era molesta, le permitió darse cuenta que el ascenso podía ser más fácil de lo que ella creía. Al mismo tiempo, pensó en las personas que habían tratado de disuadirla para que no lo intentara, que era muy peligroso. Algunos incluso le dijeron que estaba loca, y quizás era cierto. Pero al recordar a su familia y a sus amigos, tuvo la certeza de que no era así, que ella sabía perfectamente por qué lo hacía. Y también sabía que, de no hacerlo, nada pasaría, nadie se lo reprocharía, nadie dejaría de quererla o le daría la espalda. Pero sentía que tenía que hacerlo, precisamente por ellos… por ellos debía cumplir su promesa.
Ya un poco más decidida, Carla se puso de pie, se colgó la mochila sobre los hombros y aferró firmemente la primera piedra con su mano izquierda. Los primeros movimientos los realizó con determinación, sin pensar en nada más que en buscar los mejores puntos de apoyo para sus manos y sus pies. Sin embargo, tras varios minutos, que parecieron eternos, su mente fue llenándose nuevamente de imágenes que le trajeron a la memoria los días cuando vivía en la superficie.
“¡Qué tonta fui”, pensó al recordar cuantas cosas había dejado de hacer por obedecer lo que le dictaba la razón y no a los designios de su corazón. Sólo enfrentada a aquel enorme muro podía darse cuenta de lo limitada que había estado por que no se atrevía a dejarse llevar.
A medida que la distancia del suelo se acrecentaba, también lo hacía el cansancio de sus brazos y sus piernas. Carla tenía muy claro que ese cansancio pronto se transformaría en dolor, pero se daba ánimos pensando en lo poco que faltaba para llegar a lo más alto del muro. Al sentirse cerca de su objetivo, su memoria evocó los recuerdos de la ciudad, de la vista de las luces nocturnas o de las montañas nevadas. Seguir trepando significaba acercarse a ese pasado luminoso, tan lejano ya y tan distinto a su confinamiento en la bóveda. Significaba también ver por última vez la enorme estatua en la cima del cerro, aquella que pronto sería destruida con el afán de encontrar suelo fértil y limpio para volver a comenzar.
Los últimos metros fueron intensos. Si bien confiaba en que su equipo de seguridad la protegería de una grave caída, pasó más de un sobresalto cuando sus manos no lograban capturar la presa o uno de sus pies resbalaba, con lo que quedaba peligrosamente colgada a varios metros del suelo. La ansiedad por llegar a lo alto cuanto antes le estaba pasando la cuenta, pues su cuerpo ya no respondía con la misma agilidad con la que lo hacía al inicia su aventura. Además, su estómago volvía a gruñir, pero esta vez era porque realmente sentía hambre.
Llegar a su destino terminó siendo una labor agobiante y no disfrutó la escalada tanto como hubiese querido. Pero cuando por fin su espalda reposó sobre la dura superficie de la boca de entrada de la bóveda, una sensación de alivio y alegría se apoderó de ella. Estaba boca arriba, riendo como demente en su soledad, tratando de recuperar el aliento después del enorme esfuerzo físico que había realizado. Luego sacó su botella con agua, bebió un largo sorbo y devoró una buena parte de los víveres que llevaba consigo.
Cuando se sintió un poco más recuperada, se puso de pie y se encaminó hacia la puerta que separaba la bóveda del exterior. Creyó que le iba a costar más trabajo abrirla, por lo pesada que lucía, pero no fue así. Afuera la noche había caído largo rato atrás. Afortunadamente no había sol, ya que de lo contrario se habría achicharrado en minutos. La puerta de la bóveda quedaba cerca de la cima del cerro desde el cual se veía gran parte de la ciudad. Antes todo lo que podía abarcar con la vista se habría visto iluminado. Ahora gobernaba la oscuridad. Sólo las estrellas se atrevían a interrumpir la negrura prístina del cielo de la que otrora fuera una contaminada ciudad.

Carla estaba agotada, pero aún le quedaba el último tramo de su travesía. Debía llegar a la estatua, antes que alguien se diera cuenta que merodeaba en el exterior. Cada uno de los peldaños de la escalinata que llevaba a la estatua era un tormento para sus doloridas piernas, pero eso no la iba a detener estando tan cerca ya. Al llegar junto al imponente monumento, Carla se desplomó sobre sus rodillas y se dio cuenta que su vista estaba nublada por las lágrimas. Recordó la última vez que había visto la estatua desde su casa, cuando tuvo que abandonarla para buscar refugio en la bóveda. Fue entonces que hizo la promesa: “si mi familia y mis amigos logran sobrevivir, prometo que buscaré la forma de visitarte para darte las gracias”. El rostro pálido de la estatua había sido el único testigo de aquel compromiso que por fin podía dar por cumplido. Ambas lo habían hecho.

jueves, 30 de mayo de 2013

si no tuvieras miedo? III


SI NO TUVIERA MIEDO, CORRERÍA

La visibilidad era escasa, las nubes de vapor elevándose desde los generadores descompuestos cubrían gran parte de la plataforma y forzaban a los aterrados ocupantes de ésta a avanzar a tientas. A 6000 metros de altura, el aire era muy delgado y costaba respirar. Detrás de sus antiparras, los ojos felinos de Sandra se entrecerraron para tratar de enfocar un poco mejor hacia el horizonte. “Maldita sea la hora en la que se me ocurrió meterme aquí”, pensó mientras buscaba un lugar por donde avanzar entre las columnas de vapor.
Por momentos la plataforma se desestabilizaba, provocando que las personas que se encontraban sobre ella perdieran el equilibrio. De momento nada grave, pero el aumento en el volumen del vapor que salía desde la superficie permitía pensar que los desperfectos no hacían más que empeorar.
En una de esas sacudidas, Sandra cayó al suelo golpeándose una de sus rodillas, provocándole un dolor tremendo. Al hacer contacto con la rejilla metálica que formaba la base de la plataforma, las secuelas de una vieja lesión hicieron que el dolor aumentara exponencialmente, llevándola al borde de las lágrimas. Pero, en lugar de eso, un par de groserías escaparon de su boca como un acto reflejo.
Cuando la plataforma volvió a estabilizarse, Sandra se incorporó con dificultad y notó de inmediato que le costaría mantenerse en pie. Ni hablar de caminar, pero no había nadie a su alrededor que pudiera ayudarle. Estaba sola y coja, a 6000 metros de altura, provista solo con un traje de “hombre pájaro”, parada sobre una base que estaba a minutos de desplomarse.
—¡Qué Imbécil! —exclamó con una risa nerviosa—. ¿Cómo viene a meterme en esto?
Entonces recordó aquella conversación de una par de días atrás con gente del trabajo, sentados a la mesa del casino una vez que habían terminado de almorzar. Entre todas las idioteces que se decían a esa hora, alguien, a quien Sandra no pudo recordar en ese momento, había desviado su atención hacia el televisor, y comentó sobre aquella nueva aventura extrema que mostraban en el noticiario, que en ese preciso instante se había convertido en la peor de sus pesadillas.
—Oye, podríamos hacer eso unos de estos días —dijo la misma persona, más bien en tono de broma.
Sin embargo, Sandra se lo tomó en serio y entusiasmó a un par más para que se unieran a ella. No era caro y, sin duda, la experiencia debía ser extraordinaria, argumentó. Aunque, por supuesto, si bien en ese momento sus compañeros habían manifestado un verdadero entusiasmo, a la hora de la verdad, arrugaron.
Pero ella no estaba dispuesta a dejar pasar la oportunidad y se decidió a ir sola. Si no la querían acompañar, los muy gallinas, allá ellos. Llegó al lugar temprano, oyó la charla de seguridad, se calzó el traje que le habían provisto, el que en algún lado debía tener un paracaídas (Sandra no lo vio), y esperó con paciencia el despegue del globo aerostático que la llevaría finalmente a la plataforma.
Los primeros minutos fueron atemorizantes, pero de gran emoción a la vez. No sabía si iba a ser capaz atreverse a dar el salto, pero haber llegado hasta allí ya era un logro y la idea de volar parecía tan insoportablemente atractiva, que también se le hacía difícil no mover sus pies hasta el borde de la plataforma.
En eso estaba cuando vino la primera sacudida. Aparentemente algo golpeó la plataforma, pero no estaba claro si ese había sido el origen del temblor. Lo que sí se hizo muy evidente fue el vapor que comenzó a fluir desde los generadores que posibilitaban la flotación de ésta. Ahí comenzó el desastre.
Sandra estaba aterrada. Ni siquiera se atrevía a ponerse de pie y se arrastró a tientas entre las nubes de vapor, buscando algún tipo de ayuda. Las sacudidas de la plataforma se hacían cada vez más frecuentes y le impedían avanzar hacia cualquier lugar. Pero sabía que no podía quedarse allí, si se desplomaba junto con la plataforma, estaba condenada a encontrar un final trágico y horroroso. Así que hizo acopio de toda su fuerza de voluntad y se incorporó, no exenta de dificultades. “Si no tuviera miedo, correría”, pensó angustiada. Por un instante fugaz, sintió que no podría hacerlo, pero repentinamente su necesidad por prevalecer fue superior y sus piernas cobraron voluntad propia y comenzaron a moverse paulatinamente más rápido, ignorando por completo el dolor que sentía en su rodilla.
Había una cierta emoción en cruzar a ciegas las innumerables columnas de vapor que emergían desde la inestable superficie, lo que hizo que se sintiera como dentro de una de esas películas retrofuturistas. Cuando el cielo se despejó ante sus ojos, la excitación amenazó con hacer que su corazón se saliera de su pecho, pues estaba consciente que unos pasos más allá se encontraba el vacío. Su mente decía “¡detente!”, pero su espíritu gritaba “¡adelante, salta!”. Justo al llegar al borde, primó la razón y su cuerpo estuvo a punto de paralizarse, pero ya era demasiado tarde. Sandra abrió los brazos y comenzó a surcar los cielos dejando atrás la arruinada plataforma, sintiéndose más viva que nunca. ¿Quién lo hubiera dicho? Jamás pensó que, si no tuviera miedo, no solamente correría, sino que, además, volaría… y sentiría que había vuelto a nacer.

domingo, 19 de mayo de 2013

si no tuvieras miedo? II


SI NO TUVIERA MIEDO, COMERÍA

Ciertamente el aroma que provenía de la cocina era delicioso. El problema no era ese precisamente, sino el origen de los manjares que sus anfitriones pondrían en la mesa. Lisette no quería parecer descortés, pero el hecho es que estaba sumamente complicada y buscaba con desesperación la forma de salir bien parada de aquella ingrata situación.
Agobiada por la incómoda posición en la que se encontraba, apuró su segunda copa de vino tinto y, mientras el líquido bajaba por su garganta, dirigió una tímida sonrisa al dueño de casa. A su lado, su novio, ajeno a las complicaciones por las que ella estaba pasando y animado por los grados de alcohol que le proporcionaba el vino, comentaba con el anfitrión la última fecha del campeonato de fútbol nacional.
Pero Lisette no oía nada de lo que se hablaba en la mesa. Su concentración estaba puesta en la cocina y en el ajetreo de la dueña de casa que iba de aquí para allá moviendo ollas, cucharas, platos y sartenes. A esas alturas, la imaginación de Lisette comenzó a jugarle malas pasadas trayendo a su mente imágenes de masas grotescas que se retorcían al interior de los adminículos de cocina. Luego sintió un repentino retorcijón en el estómago al imaginar que una porción de aquel amasijo quedaba atrapado entre sus dientes y comenzaba a crecer dentro de su boca hasta ahogarla. Sorpresivamente movió la cabeza y alejó esas escenas de su mente.
Cuando el platillo por fin fue servido en la mesa, su apariencia estaba lejos de ser la masa deforme que Lisette había imaginado. Por el contrario, aquellos alimentos lucían francamente apetitosos y, de no ser por su extraña procedencia, lo habría devorado sin demora. Lisette se quedó contemplando por unos segundos mientras sus comensales ya disfrutaban del inusual banquete. Con su vista atrapada en la comida, se sintió paralizada, incapaz siquiera de mover los párpados, sólo pensando. Si tan solo no lo supiera…, si no se lo hubiesen dicho..., si pudiera ignorar que su comida no era de este mundo... Si no tuviera miedo, sin duda Lisette comería.

viernes, 10 de mayo de 2013

si no tuvieras miedo? I

SI NO TUVIERA MIEDO, CONSTRUIRÍA EL MUNDO
MARAVILLOSO EN EL QUE QUIERO VIVIR

Premunida de un vistoso martillo de color violeta, Emily se aprontó a iniciar la que sería la obra más importante de su vida. Sabía que tendría que trabajar arduamente y que habría voces que la cuestionarían, que no comprenderían lo que estaba construyendo y cuál era su afán por hacerlo, pero tenía también la certeza de que habría otros que, como ella, disfrutarían desde el primer minuto de su magnífica obra arquitectónica.
Con delicadeza cogió del suelo una cajita de clavos que, lejos de parecerse a otros clavos, no eran esas típicas puntas metálicas frías y de cabeza chata. Bueno, éstos sí tenían la cabeza chata (característica necesaria para poder darles con el martillo), pero en lugar de ser grises y fríos, eran de colores y se sentían tibios al tacto. Así es como tenía que ser, las partes debían ser tan maravillosas como el todo. Era necesario que así fuese, sólo reconociendo el valor y la belleza de cada pieza individual se podría reconocer la majestuosidad de la unidad de todas ellas.
Con gran gozo en su corazón comenzó a erigir la primera parte de su obra: el árbol. Para ello debía seleccionar cuidadosamente los clavos que usaría, ya que deseaba que aquel árbol diera los frutos más sabrosos y nutritivos. Pues desde aquel árbol primigenio surgirían todas las cosas que poblarían aquel nuevo mundo. Este sería su árbol de la Sabiduría, pero, a diferencia de otros árboles de la Sabiduría, sus frutos estarían disponibles para todos y para todas, quienes quisieran podrían comer y gozar de ellos siempre que les viniera en gana. Nadie tendría razones para pelear por obtenerlos, no habría necesidad de poseerlos, ni de adquirirlos de otra persona, pues el árbol siempre les otorgaría lo necesario para satisfacerse.
Una vez que hubo concluido aquella magnífica obra, Emily la situó en la cima de una pequeña colina, de tal modo que, al encaramarse sobre las majestuosas ramas de su árbol, ante los ojos del espectador se presentaría en su total esplendor todo el resto de su creación.
Tan maravillada estaba con el resultado, que decidió ser la primera en treparse. Mientras lo hacía, cogió uno de los frutos y lo probó. Sabía a gloria, a frutillas, a canciones del corazón y a uvas de verano. Luego de su breve descanso, continúo el ascenso y, al llegar a la copa, comprobó que su idea se había plasmado a la perfección sobre el terreno. La vista era simplemente espléndida. Amplios valles, nevados montes, interminables lagos se extendían desde el pie de su colina hasta donde podía abarcar con la mirada. Allí se encontraba todo lo que deseaba o lo que podía desear.
El éxtasis era total, Emily sintió que había alcanzado la iluminación, su cuerpo, mente y espíritu eran uno, y ella era uno con todo lo que existía, aquel hermoso todo que ella misma había creado. Tan ensimismada estaba en aquel mundo maravilloso, que no notó que un pajarillo se había posado sobre su hombro. Su trinar era dulce y melodioso, y le resultaba particularmente familiar: “¡Yeya! ¡Yeya!”, cantaba.
Emily abrió los ojos y sobre su cabeza encontró a una pequeña criatura que con sus manitos la “invitaba” a despertar. Lo primero que hizo fue tomarla en sus brazos y darle el abrazo más cálido que una persona podría llegar a recibir. Mientras la estrechaba contra su pecho, siguió pensando en aquel mundo que había comenzado a construir con su martillo violeta. Había sido un sueño, pero no uno cualquiera. Siempre había creído que, si no tuviera miedo, sería capaz de construir el mundo maravilloso en el que quería vivir y se instalaría allí para siempre.
Cierto es que siempre había anhelado un sitio como el de su sueño, pero al sostener a su nieta entre su brazos y pensar en todo lo que había construido durante su vida, con sus sostenidos  y con sus bemoles, se dio cuenta que, para alcanzarlo, no necesitaba ir a ningún otro sitio más que aquel en el que se encontraba, aquí y ahora, sintiéndose plena con lo que más tenía en el mundo: amor.