lunes, 1 de diciembre de 2014

si te liberaras de la tiranía de las pantallas? XVIII

INTRUSIÓN

Extasiado. La invención de Quantum C era algo extraordinario y no pude desprenderme de ella en toda la noche.
Gracias a eso, el desvelo rindió sus frutos, pues con cada minuto que pasaba, mi forma de navegar por la Red iba mejorando progresivamente, a tal nivel que, al amanecer, ya era capaz de gestionar varios gigas de información a voluntad. A ese ritmo, pronto habría abarcado la totalidad de la Red superficial, al menos del contenido en mi idioma y en inglés, y pronto accedería sin dificultad a la Red profunda, aquella que no era indexada por los motores de búsqueda. Los motores de búsqueda… a menudo me reía de ellos.
El único problema que le encontraba al sistema era la inmovilidad, dado que estaba anclado a la conexión de banda ancha de mi casa. Debería hacer conservado mi teléfono móvil, a pesar de las aprensiones de Quantum C, pero el daño ya estaba hecho.
Me sentía completamente a gusto, disfrutando de todas las bondades de la Red sin estar atado a una pantalla, lo que hacía sentir prácticamente invulnerable. Hasta que, cerca del mediodía, cuando estaba totalmente familiarizado con la navegación neural, percibí la primera señal de peligro. Estaba tomando un café, cuando involuntariamente mi mano se quedó completamente quieta sosteniendo la taza a centímetros de mi boca, sin poder completar su recorrido. Todo mi cuerpo estaba inmóvil, pero mi mente, en lugar de dar la instrucción de emitir adrenalina y cortisol, se encargó en forma automática de frenar el intento de intrusión del que estaba siendo víctima. Alguien había estado intentando hackear mi cerebro.
Cuando la movilidad retornó a mi cuerpo, quité de inmediato los diodos de mi cabeza y me tomé el cabello con las dos manos empapadas de sudor. Había tenido que desconectarme para recién poder sentir miedo.
Pasaron varias horas antes de que me animara a volver a iniciar una conexión. El evento me alteró a tal punto, que me sentí menos amenazado por la tiranía de las pantallas, que por la posibilidad de ser atacado por un hacker. Y es que no era poca cosa. No era cuestión de que fueran a apoderarse de mi disco duro o de un servidor. Era mi propia cabeza la que había estado en juego.
Cuando volví a  conectarme, de inmediato le envié un mensaje a Quantum C por el QuePa, que no desinstalé, aprovechando que tenía toda la información de la Simcard de mi teléfono, contándole lo que me había pasado.
"No te preocupes, tus firewalls te protegieron"
Ciertamente su respuesta me tranquilizó.  Pero me serenó aún más que me informara que ya estaba trabajando para hacerlos más efectivos y que pudieran evitar que se produjeran esas parálisis que también a él le habían afectado.
Pese a mi tranquilidad, me desconecté nuevamente. Estaba agotado y necesitaba descansar. Así que sólo me lavé los dientes y me tendí pesadamente sobre la cama, sin siquiera quitarme la ropa. Entonces, justo antes de quedarme dormido, una idea, que más bien era una pregunta, se paseó fugazmente por mi mente: ¿de dónde venía toda aquella información que Quantum C estaba procesando a su entera voluntad?
Al despertar, la había olvidado del todo y, en lugar de pensar en ello, lo primero que hice fue acceder a la Red, solo para encontrarme con un mensaje que no haría más que dejarme completamente intrigado:
“Elvis peligrará hoy día”.
No reconocí el número, ni supe a qué se refería. Aun así, me quedó la sensación de que era una advertencia que no podía ignorar e intuí que alguna pista de lo que me quería decir podía estar en la Red. Si alguien estaba en peligro, debía averiguar quién era y por qué.


lunes, 24 de noviembre de 2014

si te liberaras de la tiranía de las pantallas? XVII

PRIMER ENLACE

Abrumado. El cansancio extremo y la velocidad inusitada con la que las ideas fluían por mi cabeza, me tenían virtualmente destruido. Aun así, me resultaba imposible conciliar el sueño, por más que lo intentara.
Probé de todo: me di un prolongado baño de tina, bebí infusiones de melisa, leche tibia con hojas de naranja, leí los libros más aburridos del mundo... Ni siquiera "Corazón" tuvo ese efecto somnífero que tanto ansiaba. Peor aún, ni siquiera las pastillas para dormir que conseguí lo lograron. ¿Qué me estaba pasando? ¿Qué mierda estaba provocando aquel estado terrible que me llevó al borde de una sobredosis? ¿En qué estaba pensando?
Creo que ahí estaba precisamente mi problema. Pensaba demasiado. Y no podía evitarlo, no podía detener el caótico frenesí que se había desencadenado en mi mente. Estaba fuera de control.
Mi angustia llegó a tal punto, que recurrí al último refugio. Un cálido y brillante asilo que, a su vez, era mi mayor enemigo: la pantalla de mi teléfono celular. Y, créanlo o no, fue santo remedio. Me rendí voluntariamente a ella, encontrando calma y consuelo leyendo la extensa línea de tiempo de Cletter que se había acumulado durante varios días en que estuvo desatendida. Tanto fue mi alivio, que pronto mis párpados comenzaron a ceder y, para celebrarlo, me animé a postear la primera tontería que se me vino a la cabeza:
"Destruido :("
Debo haber dormido casi un día completo. Me sentía bastante descansado, pero el hervidero de ideas seguía convulsionando mi cabeza.
Agarré mi teléfono con sentimientos encontrados. Por una parte, me había servido para aquietar mi mente el día anterior y esperaba que en ese momento hiciera lo mismo. Pero también seguía considerándolo una amenaza y tenía que tragarme las ganas de lanzarlo al inodoro.
Pero todo quedó olvidado cuando vi lo que tenía para mí parpadeando en la pantalla.
"@dfield entonces, reconstrúyete rápido. No nos queda mucho tiempo"
El mensaje había sido enviado un minuto después de mi última publicación en la red. Es decir, si de verdad no había mucho tiempo, yo ya había gastado un día entero haciendo nada.
"@quantumC ¿de qué hablas?"
Pasaron más de quince minutos y no tuve respuesta alguna. Estaba tan ansioso, que miraba el teléfono cada treinta segundos. Comenzaba a pensar que había perdido una gran oportunidad. ¿De qué? Aún no lo sabía, pero intuía que era importante. ¿Por qué? ¡No lo sabía! Solo lo intuía.
Lo bueno es que no había tal oportunidad perdida. Quiero decir, la oportunidad seguía existiendo, tal como comprobé cuando leí un mensaje nuevo enviado a través del servicio de mensajería QuePah:
"Sal a la  calle. Trae tu celular".
Hice caso de inmediato. Estaba oscuro, pero aún no anochecía del todo. Afuera de mi casa me esperaba un auto con las luces encendidas. Era Quantum C. Subí rápidamente al asiento del copiloto y noté de inmediato los diodos que tenía adosados a su cabeza, de los que salían unos cables que seguí con la mirada hasta llegar a una especie de conmutador, el que, a su vez, se conectaba a su teléfono celular. Me fijé que la pantalla estaba destruida, pero, aparentemente, el aparato seguía funcionando.
Sin decir nada, conectó otros dos cables similares al conmutador y los dejó sobre el tablero. Mientras observaba lo que hacía, mi celular vibró en el bolsillo de mi pantalón.
"Perdona que no te hable, pero tengo algunos trastornos cuando estoy conectado".
Leí extrañado el menaje que acababa de llegarme, pues era del propio Quantum C, a quien en ningún momento pude observar escribiendo en su móvil.
Al darse cuenta de mi confusión, me hizo una señal con la mano para que respondiera.
"¿Cómo...?" fue lo único que atiné a escribir.
"Ya te lo voy a explicar. Primero, ponte esto en la cabeza".
Quantum C me extendió los diodos sueltos y seguí sus instrucciones.
"Apaga tu teléfono".
Para mi gran sorpresa, recibí su mensaje directamente en mi cerebro, sin que mediara palabra alguna entre nosotros. Pensé que podía ser telepatía, pero pronto descubrí que él no leía mis pensamientos. Más bien se trataba de una especie de menajes de texto enviados por Quantum C.
Mientras conducía, me miró al rostro y sonrió.
"Jajajaja, yo tenía la misma cara la primera vez que me conecté".
Sin saber qué hacer, levanté mis hombros y mis manos para demostrarle mi confusión.
"Tranquilo, solo estamos conectados a la Red. Ah, discúlpame por descargarte el QuePah sin tu autorización, pero necesitaba comunicarme de inmediato contigo, y como ya estás familiarizado con el programa, me pareció el más adecuado. Si quieres, después lo puedes desinstalar”.
Seguía sin entender un carajo lo que estaba pasando. Quería decírselo, pero aún no sabía cómo enviar mensajes sin un teclado. Intenté hablarle, pero al hacerlo, sentí que mi lengua se movía ociosa al interior de mi boca, que era incapaz de articular sonidos inteligibles.
Quantum C se limitó a hacerme un gesto con la mano para que esperara y condujo su automóvil hasta un lugar oscuro y apartado. Apagó las luces del vehículo y en silencio se quitó los diodos. Luego me indicó que hiciera lo mismo, retirando primero el que estaba ubicado en mi sien izquierda.
—Ahora sí —dijo en voz alta—. Lo siento, no quise abrumarte con todo esto, pero era necesario que lo experimentaras por ti mismo… y no lo comentaras con nadie.
Creo que yo estaba bastante asustado y él se dio cuenta, porque me dijo:
—Lo que acabas de experimentar, fue simplemente una conexión a la Red.
—¿Simple? Esa huevá no tuvo nada de simple. ¿Y cómo mierda iba a estar conectado…?
Mi pregunta quedó a medias cuando entendí algo de lo que había sucedido.
—Pero, ¿cómo? —balbuceé.
—Sencillo: mediante una conexión 4G.
—Huevón, contéstame la pregunta. ¿Cómo cresta me conectaste a la Red sin un equipo?
—En rigor, usamos un equipo: mi teléfono.
—Ya sé —dije comenzando a alterarme—, pero, por lo que vi, solo proporciona el enlace. No había pantalla, teclado, nada.
—Cierto —afirmó Quantum C con serenidad—. Ya no necesitamos nada de eso, ya no necesitamos una interfaz… porque ahora nosotros somos la interfaz.
De todo lo que dijo, el exagerado énfasis en la palabra “somos” fue lo que más me perturbó. Sin embargo, eso no impidió que comenzara a entenderlo. Y, cuando Quantum C se dio cuenta de eso, se llenó de un entusiasmo desmedido y, por fin, se dio el lujo de explicarme:
—No me preguntes cómo lo conseguí, solo sé que lo logré —comenzó a decir con tono apasionado—. Llevo 3 días sin dormir perfeccionando el sistema y, al parecer, valió la pena. Esto que ves aquí nos permite enlazarnos directamente a la Red sin necesidad de un terminal externo.
”Comencé con esto cuando conversamos por primera vez de la tiranía de las pantallas. No te miento, al principio encontré que era lo más descabellado del mundo y pensé que te habías vuelto completamente chiflado. Pero, después de eso, empezaron a pasarme cosas muy extrañas que me convencieron de que lo que me dijiste era cierto. Pasé semanas partiéndome la cabeza para encontrar una forma de liberarme de ella, sin necesidad de renunciar a la cantidad casi infinita de información que contiene la Red. Hasta que, hace unos días atrás, encontré la solución.
Quantum C iba muy rápido y me costaba seguirle la idea, pero cuando me di cuenta de lo que había conseguido, atrapó el cien por ciento de mi atención.
—¿Te das cuenta ahora? —me preguntó.
No respondí de inmediato, quería digerir bien el concepto para evitar decir alguna estupidez. Finalmente le dije casi susurrando:
—Asombroso. O estás más chiflado que yo, o eres un maldito genio.
Sonrió. En realidad era un genio chiflado. Pero de los buenos.
—¿Cómo lo controlas? —pregunté.
—Parece complejo, pero en realidad es bastante fácil. Piensa que el contenido de la Red no es más que un conjunto inmenso de bytes. Información, convertida en paquetes. Habitualmente necesitamos computadores para procesarla, los que, interconectados, conforman la Red. Sin embargo, hasta ahora, habíamos obviado el más poderoso de todos.
—El cerebro humano.
—¡Exacto! Su capacidad para procesar toda esa información es prácticamente ilimitada. Solo faltaba crear el enlace para conectar el cerebro a la Red.
—Y tú lo conseguiste.
Quantum C alzó los hombros con un dejo de humildad, aun cuando sabía que lo que había conseguido era tan revolucionario, o más, que la invención de la rueda y de la máquina de vapor juntas.
—Al principio puede que te sientas un poco sobrepasado. Pero, si lo piensas bien, no debiera ser mucho más complejo que buscar algo con Goobling. Es más, imagina que tu propia mente es un motor de búsqueda, solo que mucho más preciso, veloz y con acceso ilimitado a los contenidos más recónditos de la Red.
Sonaba fantástico. Sin embargo, la sola idea resultaba totalmente abrumadora. En ese momento sentí un intenso escalofrío y recordé que antes me había dicho que descargó una aplicación sin mi permiso. Le pregunté a qué se refería.
—Lo único que hice fue descargar e instalar el programa en tu cabeza. A propósito, luego te voy a enseñar a crear firewalls.
Abrí mis ojos tanto como pude. Quantum C había llevado al límite mi capacidad de asombro. Me sentí extenuado y con ganas de volver a meterme a la cama. Él entendió de inmediato lo que me pasaba, pues, seguramente, había pasado por lo mismo la primera vez que se conectó. Sin embargo, antes de llevarme de vuelta a casa, me hizo conectar mi teléfono al conmutador para respaldar toda su información en mi cabeza. Me dijo que después, si quería, podía volver a cargarla en un computador o en otro equipo telefónico, pero él creía que el próximo paso sería desarrollar algún accesorio que permitiera imprimir o reproducir contenido directamente desde la cabeza del usuario.
—Toma —me dijo una vez que terminé el respaldo, pasándome un martillo—. Deshazte de él.
Debo reconocer que me dio un poco de pena, pero cuando la cabeza metálica golpeó la pantalla, sentí una intensa sensación de satisfacción. Era mi liberación definitiva de la tiranía de las pantallas. Ahora solo me quedaba aprender.


lunes, 10 de noviembre de 2014

si te liberaras de las tiranía de las pantallas? XVI

UNA CITA PARA UN CAFÉ, UN TÉ, UNA CERVEZA… LO QUE SEA

Una mesita al aire libre de cualquier bar de la ciudad era suficiente. Las cartas habían sido enviadas y nadie había dicho que no podría asistir. Lógicamente, quienes confirmaron lo hicieron mediante un mensaje a través del móvil, que era lo más cómodo. Daba lo mismo. Mientras fueran capaces de mantenerlos guardados durante su reunión, daba igual. Quería la experiencia vívida de escuchar las vidas relatadas por sus propios protagonistas. Ver sus rostros y escuchar su tono de voz cuando lo hicieran. Estaba harta de tener que imaginarlo detrás de una pantalla.
Estaba cantada de las relaciones virtuales, es más, para ella no eran relaciones, eran notas marcadas en un posit, pegadas en el escritorio, como si de un recado cualquiera se tratara.
A pesar de ello, era escéptica acerca de lo que había leído en días anteriores. Le costaba creerlo y  le parecía ridícula la idea de que la pantallas lo controlaban todo y a todos. Mal que mal, se trataba únicamente de dispositivos idiotas, desprovistos de toda inteligencia. ¿Cómo iba a ser posible algo tan aberrante?
El único punto flaco de su incredulidad era que lo había leído de alguien de confianza, un amigo que, por cierto, también estaba invitado a la cita. Él solía decir tonteras, pero nunca le había oído algo tan descabellado. Tal vez no era más que una charada o un instante de locura, algún invento de su imaginación, quizá.
En fin, daba lo mismo. Total, de ser cierta aquella historia absurda, ella había sido capaz de burlar a la muerte ("le hice el quite a la pelá", como solía decir) al menos un par de veces, y se había  recuperado satisfactoriamente de un accidente que la dejó como "la biónica". Después de sobrevivir a todo eso, ningún aparato supuestamente tiránico le asustaba mucho.
Con un ánimo desbordante, Katia fue la primera en llegar al bar y, al rato, uno a uno se fueron sumando sus invitados. A medida que iban tomando su lugar en la mesa, Katia les fue pidiendo que trataran de evitar usar sus teléfonos, al menos por un rato. No era una imposición, por supuesto, pero de alguna forma se las arregló para hacerles saber que eso la incomodaría. Quería que toda la atención estuviera puesta en ese instante que esperaba fuera magnífico.
La velada estaba acompañada de una brisa suave y tibia, la luz del sol se atenuaba a medida que el día daba paso al anochecer y la cerveza y los espumantes ayudaban a agudizar el entusiasmo de los presentes. Katia se sentía dichosa, habían llegado casi todos los invitados, salvo uno.
—Sus razones habrá tenido —contestó cuando le preguntaron por él, sin darle mayor importancia al asunto.
En realidad, no le daba tanto lo mismo, le hubiese gustado que todos sus invitados llegaran, pero no se iba a frustrar, pues “no siempre se obtiene todo lo que se quiere”, pensó con una cuota de frustración.
Sin embargo, no iba a dejar que eso menguara su alegría y prefirió olvidarse del asunto. Al menos tanto como pudo, puesto que el destino caprichoso quiso que la jornada terminara de otra forma.
Varias horas habían pasado ya, la noche se había asentado, pero las ganas de pedir otra ronda no se apagaban. Sin embargo, una molesta vibración comenzó a perturbar a Katia. Era de alguien de su mesa, de eso no cabía duda, pero no podía determinar quién era el propietario del móvil que zumbaba. La primera vez que lo sintió, lo dejó pasar e hizo caso omiso de ello, pero la segunda vez se comenzó a irritar.
Los zumbidos continuaron a intervalos irregulares, pero nadie movió un dedo por sacar su teléfono y revisarlo para comprobar quien se atrevía a interrumpir la velada. Katia pensó que se trataba de un bonito gesto de parte de sus acompañantes, que, pese a la insistencia del idiota que estaba del otro lado de la línea, respetaban su solicitud de evitar el uso de los móviles.
El único inconveniente radicaba en que la persistente vibración estaba exasperándola, al límite de ponerla de mal humor.
—Oye —dijo enfadada dirigiéndose a los presentes—, ¿a quién huevean tanto por celular?
Todos la quedaron mirando un poco extrañados por su actitud, acompañados por un breve instante de incómodo silencio. Hasta que una de sus amigas le dijo:
—Katia... el celular que vibra... es el tuyo.
Las carcajadas no se dejaron esperar, llevando a algunos al borde de las lágrimas. Katia, a quien las mejillas se le habían sonrosado por una mezcla de rabia y vergüenza, también reía, pero en el fondo se sentía terriblemente ridícula. Se puso de pie y se alejó unos metros de la mesa, con la idea de lanzar lejos su teléfono, para ver quién estaba arruinándole la noche. Era su amigo, el comensal que faltaba.
En la pantalla del móvil había un sinnúmero de notificaciones del servicio de mensajería y, al abrirla, lo único que se leía era su nombre que se repetía hasta el cansancio. Pero, para su sorpresa, en cuanto llegó al final de la enorme lista de mensajes, de inmediato llegó uno nuevo:
“Katia, el tiempo apremia. Vamos por ti”.
—¿De qué está hablando este huevón? —susurró al leerlo.
Un bocinazo desvió su atención y, al levantar la cabeza, vio que desde un automóvil estacionado le hacían señales con las luces.
“Te estamos esperando. Deja tu teléfono y ven con nosotros”.
“¿Por qué?” —preguntó ella curiosa.
“Porque eso que estás sintiendo ahora… ¿es real?”.


martes, 28 de octubre de 2014

si te liberaras de la tiranía de las pantallas? XV

SI ME LIBERARA DE LA TIRANÍA DE LAS PANTALLAS,
SERÍA UN SÚPER ROMPE TELES PARA LIBERAR A MUCHOS MÁS

Eduardo no volvió a ser el mismo tras el extraño evento de aquel fin de semana en la capital. El suceso se repetía en su mente una y otra vez, a tal punto que se vio a sí mismo interpretando el papel de Elvis nuevamente en el avión de regreso al norte. Cada vez que miraba el aparato, una rabia insólita se apoderaba de él, pero no se atrevió... aun cuando destruir la pantallita le parecía que era algo natural, incluso correcto. No era el reproche por hacerlo lo que temía, sino que le provocaba un miedo intenso la idea de volver a sentirse paralizado por su influjo antinatural.
Al final se abstuvo de atentar de cualquier forma contra el dispositivo y se contentó con oír la voz del capitán de la aeronave que señalaba que pronto estaría con su familia en su hogar, en su santuario libre de televisores.
El reencuentro con su hija y su pareja fue grandioso. Eduardo se fundió con ellas en un abrazo eterno y las besó como si no las hubiese visto en meses. Fue tan reconfortante llegar a casa, que sintió que había dejado de sentir temor. Así que, para celebrar, bajó una botella de cerveza casi de un solo trago escuchando a Mr. Bungle.
Sin embargo, al acostarse, volvió a sentirse inquieto, devanándose los sesos tratando de decidir si contarle a su mujer lo que le había pasado en la capital o no. Al final, decidió que no valía la pena, que hacerlo podría inquietarla sin motivo. Además, ella ya se había quedado dormida.

*
Cuando cae la noche y estás tan cansado que ya no puedes más, ¿en qué piensas? Quizá lo único que pasa por tu mente es la imagen de tu cama, tus ojos cerrados y nada de ruido. Crees que el sueño será reparador y que, por la mañana, te sentirás como nuevo. Puede que así sea. Pero, ¿qué pasaría si te tocara despertar solo para vivir una horrible pesadilla?

*
Al despertar, Eduardo se incorporó en la cama con un sobresalto. Creyó que se había quedado dormido, pero, para alivio suyo, apenas amanecía. Miró hacia el lado y comprobó que estaba solo. Nada raro de no ser porque también la cama se había hecho más pequeña. Miró con mayor detención en derredor y se percató de que tampoco estaba en su habitación. O, más bien, en la que ahora era su habitación.
Con el corazón a mil, saltó de la cama y abrió las cortinas para poder ver el exterior.
—¿Qué chucha? —se preguntó al darse cuenta de que estaba nuevamente en la capital—. ¿Cómo mierda llegué a la casa de mis viejos?
Con  ambas manos presionó con fuerza sus mejillas para comprobar que no se trataba de un sueño. Pero el dolor fue muy real. Aquello carecía por completo de todo sentido, pero allí estaba, en la vieja casa de avenida Siempre Viva.
Para evitar caer en la desesperación, se dejó caer pesadamente sobre el colchón y se agarró la cabeza para tratar de serenarse. Cuando logró recuperar un poco la compostura, lo primero que hizo fue buscar su teléfono móvil para llamar a su mujer, pero no lo encontró. Sin embargo, en lugar de perder la calma, una curiosa sensación lo convenció de que su familia estaba bien, segura y a salvo. Ciertamente carecía de fundamentos para sostenerlo de esa manera, pero era reconfortante tener, al menos, una cosa clara en la mente.
Aún confuso, salió de la que alguna vez fue su habitación, esperando encontrarse con sus progenitores. En efecto, allí estaban sentados en el sofá mirando al televisor. En forma casi instantánea, Eduardo sintió que las manos y la frente se le humedecían, y que un escalofrío subía por su espalda. La pantalla solo exhibía estática, pero sus padres parecían demasiado concentrados en ella como para percatarse de que él estaba, inexplicablemente, allí. Sobreponiéndose a la consternación, en dos zancadas se instaló entre la pareja y el aparato, perturbando su campo visual. Ellos, que parecían atrapados por alguna clase de influjo hipnótico, solo atinaron a inclinarse hacia los lados para evitar la obstrucción de su hijo.
Eduardo no tardó en darse cuenta de lo que ocurría, así que, tras una rápida búsqueda, se hizo con un palo y, sin pensarlo dos veces, le dio tal batazo a la pantalla del televisor, que desparramó astillas de cristal líquido y chispas por doquier. Al voltear a ver a sus padres, comprobó que ambos dormían serenamente, apoyados el uno en el otro. Habiendo comprobado que ya estaban libres, recorrió el resto de la casa para ver si había alguien más y, tal como esperaba, encontró a sus hermanos atrapados de la misma forma en que habían estado sus padres. A medida que los fue liberando, la satisfacción que había tras sus garrotazos furibundos fue aumentando. De hecho, tras haber destrozado todos los televisores de la casa de sus padres, se sentía tan eufórico que ansiaba ir por más. Entonces, la imagen del supermercado cercano, repleto de televisores, le disparó los niveles de adrenalina y se lanzó a la calle como un felino tras su presa.
Cuando entró a la enorme tienda no cabía en sí del regocijo que ya estaba sintiendo, aun cuando todavía no daba ni un solo garrotazo. Se sintió un poco nervioso cuando vio a un par de guardias acercársele, y pensó en salir corriendo, pero se contuvo y siguió adelante con su plan, actuando con toda naturalidad.
Llegó sin problemas hasta el sector donde estaban los electrodomésticos y se plantó frente al televisor más grande que vio en exhibición. Había llegado el momento. Sacó su improvisado bate de la mochila donde lo había mantenido oculto y se aprestó a hacer su primer swing como si de un beisbolista profesional se tratara. Agitó un par de veces el madero, tomó impulso y, justo cuando iba a comenzar a dar su golpe, una mano se aferró a su muñeca deteniéndolo en seco.
—Aún no es el momento —le dijo su captor—. Si de verdad quieres acabar con ellas, ven con nosotros.


lunes, 20 de octubre de 2014

si te liberaras de la tiranía de las pantallas? XIV

MENSAJES EN PAPEL

Lágrimas. Era lo único con lo que podía dejar que fluyeran mis emociones. Había pasado por tantas cosas distintas en los últimos días de mi vida, que no sabía si estaba sufriendo, si sentía una emoción incontenible, o si lloraba de felicidad. O, quizás, todo eso se había mezclado en un descabellado cóctel emocional.
También había descubierto cosas de mí mismo que a otros les tomaban años o que, en algunos casos, jamás llegaban a encontrarlas. De alguna forma conseguí liberarme de una carga excesiva, y comencé a darme cuenta de que el dolor era, al menos en parte, auto infligido.
El caso es que, después de tanto lamentarme, decidí dejar de correr y esconderme, pues era tiempo de afrontar la realidad y de recuperar mi vida. Y aun cuando sabía que tenía enfrente a un enemigo que parecía imposible de vencer, tenía que dar la pelea, sin importar si me tomaba toda mi existencia.
Era demasiado pronto en ese entonces, y todavía no era consciente de ello, pero ya no estaba solo, y poco a poco iría encontrando aliados a los que podría recurrir en mi cruzada. De haberlo sabido en ese momento, me habría tomado todo con más calma, pero sentía que el tiempo apremiaba y necesitaba darme prisa. De dónde surgía esa sensación de urgencia, lo ignoraba, pero creía tener la certeza de que el reloj corría en mi contra.
Cuando por fin pude contenerlas, sequé mis lágrimas y comí como no lo había hecho en días. Luego fui a lavarme la cara y contemplé mi rostro en el espejo. ¿Era mía la imagen que vi reflejada en el cristal? Nunca me he podido sacar de la cabeza la idea de que era alguien más quien me miraba desde el otro lado, con su cara demacrada y expresión suspicaz. Casi lloré de nuevo por la angustia, pero no lo conseguí. En lugar de eso, tomé un poco de loción de afeitar y me apliqué un poco en el rostro para refrescarlo.
Por alguna razón que no logré comprender, al sujetar el frasco deslicé mi pulgar por sobre la superficie, tal como lo hacía cuando escribía en mi teléfono móvil. El gesto me aterró y estuve a punto de lanzar el frasco contra el espejo, pero logré controlarme, lo devolví al botiquín y di media vuelta para buscar mi celular. Estaba encendido y en la pantalla parpadeaba una notificación. Lo raro era que yo prácticamente lo había desechado, dejándolo tirado en un cajón, esperando que muriera la batería. Pero ahí estaba, completamente cargado y con mensajes esperando ser leídos. Más bien, mensaje. Solo había uno. Un único mensaje en Cletter, de una amiga que, hasta donde sabía, jamás había utilizado dicha red social.
“@dfield ten cuidado, te han dejado ser libre, pero vigilan todo lo que haces.”
Sentí un escalofrío que me erizó el cuerpo entero. Si bien  estaba consciente de que esa era mi realidad, estaba lejos de ser la clase de libertad a la que aspiraba y eso me enfurecía.
“@Sandrina2411 ¿cómo lo sabes?”
“@dfield al igual que tú, me liberé... Pero volví a entrar. Cuídate, busca amigos.”
No quería que el diálogo terminara así, pero no tenía palabras para responder. Me quedé helado, sin saber qué hacer, sin tener la menor idea de si se trataba de una advertencia amistosa o de alguna clase de trampa.
Me sentí cansado y mi entusiasmo decayó de inmediato, pero aun así encontré la fuerza de voluntad suficiente para mantenerme en pie y no tumbarme en la cama. Me costó, pero conseguí apartar de mi cabeza el sinfín de pensamientos funestos que la asolaban y pugnaban por tomarla por asalto. Di una vuelta por la casa, despejando mis ideas, agarrándome la cabeza y frotando mis ojos para mantenerme despierto. Fue entonces cuando la vi. Habían pasado años desde que no veía una de verdad, de esas que solían utilizarse en una época previa a la tiranía de las pantallas y que no era simplemente la cuenta de alguna deuda por pagar. Sobre la mesa descansaba un tesoro espléndido: una carta auténtica, un mensaje escrito de puño y letra por su remitente sobre una colorida hoja de papel. ¡Y con olor a frutas!
No lo podía creer, alguna especie de milagro había ocurrido, alguien más había declarado su libertad y quería verme para decirme algo importante. Era una invitación para compartir, para vivir.
Una alegría insólita me invadió y me permitió volver a creer. Había recibido una pizca de esperanza por correo. El auténtico, de ese que trae el cartero.


lunes, 13 de octubre de 2014

si te liberaras de la tiranía de las pantallas? XIII

EL PRECIO DE LA LIBERTAD

Te levantas sintiendo que tu mundo ha sido puesto de cabeza y dudas de todo aquello que creías real. Te han dicho cosas tan descabelladas, que de puro dementes que suenan,  piensas que de alguna forma deben ser ciertas.
Nunca lo habías considerado seriamente, lo has sentido, pero no te has dado el tiempo de meditar sobre ello. Algo te perturbaba, y no sabías qué. Pero después de lo que has conocido, te das cuenta de que eso que tanto te había inquietado, podría tener una explicación. Ahora lo sabes... Sabes que la libertad con que creías vivir no era más que una ilusión.
Todos los días has vuelto a pasar por el mismo lugar, con la esperanza de que, al hacerlo, podrás despertar de un mal sueño, que todo lo que oíste no fueron más que mentiras oníricas, que mientras dormías, tu mente se desquició y te jugó una mala pasada. Te resistes a creerlo, pero no sacas nada. Sabes que, muy dentro de ti, estás totalmente convencida de que nada cambiará lo que sabes, de que es real y tienes que afrontarlo.
Hoy brilla el sol. Caminas frente al lugar donde todo comenzó y sonríes. No todo lo que ocurrió aquel curioso día en el parque fue sombrío. Es más, bastó con que solo mencionaras un pequeño trozo de tu nombre para devolver la esperanza a un hombre atormentado por una realidad distinta a la que hasta ese momento conocías, cuya liberación de la opresión a la que había estado sometido no le había traído más que dolor. Entonces sientes que tu corazón se tranquiliza al tener la certeza de haberle ayudado a curar su alma, mientras él te mostraba el mundo que había descubierto.
Sentiste temor, es cierto. Creíste que, si seguías sus pasos, te enfrentarías a un destino similar al suyo. Te viste sufriendo el mismo tormento, huyendo y desconfiando de todo y de todos, desesperanzada, solitaria y triste. Sin embargo, igual te atreviste y nada de eso ocurrió. En lugar de ello, comenzaste a mirar la vida con otros ojos. Despertaste. Redescubriste a tus amigos, esos de verdad, los que siempre están allí, los que a ti te consideran su amiga. Comenzaste a vivir y a compartir más momentos auténticos, más experiencias sensoriales vívidas, auténticas, en lugar de estados, fotos o un "me gusta". El contenido de tu vida volvió a formarse con recuerdos almacenados en tu memoria, y no con archivos guardados en un disco duro.
De pie, frente a la solitaria banca vacía del parque, has descubierto que eres consciente de que el cambio fue para mejor. Te mostraron una nueva forma de libertad, una de la que solo puedes gozar si estás atenta a lo que perciben todos tus sentidos y no solo a lo que ven tus ojos. La abrazas y sientes un tremendo afecto por ella. “Fue amor a primera vista”, piensas con una sonrisa, volviendo a sentir que puedes creer en eso.
Ahora estás más ligera, aliviada. Das media vuelta y continúas tu camino. Mientras avanzas, te das cuenta de que no todo es tan simple y comprendes que la libertad tiene su precio. Lo bueno es que, a medida que pasa el tiempo, más ganas tienes de pagarlo, porque sabes que merece la pena.
Regresas a tu casa con prisa y coges el teléfono. El de la red fija, no el móvil. El sonido del tono de llamada te provoca ansiedad, hasta que por fin del otro lado contestan.
—Hola, soy Fe —dices con serenidad.
—Lo  sé —te contesta él—. Esperaba esta llamada. Qué me dices, ¿estás lista?
—Sí, estoy lista —afirmas con determinación—. Hagámoslo.
Cortas sonriendo. Sabes que ya no eres la niña tímida de antes. Tampoco tienes miedo. Por qué habrías de tenerlo, si ahora eres libre y estás ansiosa por pagar lo que cuesta. Sobre todo si el precio por la libertad es la rebeldía.


lunes, 6 de octubre de 2014

si te liberaras de la tiranía de las pantallas? XII

BUSCARÍA UNA NUEVA FORMA DE TIRANÍA,
PERO ESTA VEZ CONTROLADA POR MÍ

Desde el evento de aquella noche, cuando vivió en carne propia el significado de la expresión "la tiranía de las pantallas", Quantum C había impuesto una especie de veto sobre la interfaz, que lo llevó a cambiar la página de inicio en todos sus navegadores y dispositivos, a tratar lo más que podía de no usar la cuenta de correo que esta ofrecía e, incluso, hacía lo posible por prescindir de su todopoderoso motor de búsqueda.
Pero nada de eso era suficiente, la Red seguía siendo una herramienta y la interfaz no era más que una pieza de aquella maquinaria de subyugación. Lo peor es que tampoco se sentía tranquilo mirando la televisión y comenzaba a sentir una extraña aversión por su teléfono móvil.
Pero era imposible escapar de la omnipresencia de las pantallas. De hecho, era casi imposible realizar su trabajo sin contar con un computador, la ciencia moderna era inconcebible sin ordenadores, lo que, por supuesto, le daba a aquellos aparatos el increíble poder de ser imprescindibles.
Era el paradigma de la era digital: no es posible acceder a todo el conocimiento existente en el mundo sin la experiencia visual y, por lo tanto, para obtener la información o acceso a la infinidad de contenidos alojados en el entorno virtual, era indispensable tener un aparato que posibilitara verlos cuando estos eran requeridos. Entonces, para conseguir o difundir cualquier tipo de dato, era necesario contar con una pantalla.
"Quizás", despertó pensando una mañana, después de otra mala noche de sueño, "las personas ciegas son la únicas que viven libres de la opresión de las pantallas". La premisa parecía lógica, pero él sentía que no era correcta. Fallaba en algo, y le costó trabajo dar con el qué.
Sabía que la respuesta tenía que ser sencilla, pero estaba siendo particularmente escurridiza. Y ello le resultaba aún más molesto que sentirse atrapado, aun cuando parecía una nimiedad. Tal vez podría  encontrarla rápidamente en la Red, pero no estaba dispuesto a rendirse nuevamente a ella, menos con algo tan simple.
Algo estaba pasando en la cabeza de Quantum C, como si la existencia estuviese jugando con su mente para que no pudiera hilar sus ideas con coherencia. Se dio cuenta de que su constante estado de inquietud lo estaba forzando a alejarse de sus investigaciones. No poder confiar en su computador trastornó la fe que había depositado en la ciencia y en los conocimientos que había ido adquiriendo con los años. ¿Qué prueba había de que todo aquello era cierto y no algún tipo de manipulación para mantener sosegada la mente de los seres humanos?
Se plantó frente a la pizarra de su oficina para tratar de explicarse a sí mismo lo que estaba sucediéndole, pero lo único que consiguió fue escribir unos y ceros. Cuando finalmente comprendió que lo que estaba haciendo no lo guiaba en la búsqueda de respuestas, abandonó el plumón de color rojo y volvió a sentarse frente al escritorio. Durante algunos minutos, que parecieron una eternidad, se limitó a mirar absorto la secuencia binaria que, por azar, había escrito en la pizarra.
—Encendido – apagado – apagado – encendido – apagado – encendido – encendido – apagado – encendido – apagado – encendido – encendido —leyó mecánicamente.
En forma casi imperceptible, los números comenzaron a moverse rítmicamente, siguiendo la secuencia que acababa de leer. En otras circunstancias habría pensado que el estrés finalmente le estaba pasando la cuenta, al nivel de hacerle alucinar con los garabatos dibujados en el panel. En lugar de eso, descubrió en esos números danzantes las respuestas que buscaba.
Primero, los ciegos también eran vasallos de las pantallas. Mal que mal, para cargar la información digital destinada para su uso, se necesitaba que alguien ingresara los datos a donde fuera que se guardara.
Segundo, y más importante aún, descubrió  la fórmula para liberarse de la tiranía que subyugaba y oprimía a los seres humanos: como la información es poder, y son  las pantallas las que controlan la información, la solución radicaba en desarrollar una forma de acceder a ella prescindiendo de la experiencia visual. Para conseguirlo, debía comenzar una nueva búsqueda, una búsqueda que lo llevaría a encontrar una nueva forma de tiranía, solo que esta vez, él sería quien la gobernaría.
La idea, que parecía casi irrealizable, le voló la cabeza durante el resto de la jornada y se fue a dormir con ella, ansioso por despertar con la fórmula para lograr lo que se proponía.
Al otro día, una idea fantástica le hizo pasar por alto el hecho de que por fin pasó una buena noche. Y es que se trataba de una idea que podía revolucionar al mundo entero, y que le hizo gritar con todas sus fuerzas:
—¡Eureka!
—¿Amor? ¿Qué pasó?—le preguntó intrigada su mujer al oír los gritos.
—¡Lo tengo! —exclamó él emocionado.
—¿Qué cosa?
—La clave para la libertad de los seres humanos. Recuerda bien este concepto: Acceso Neural a la Red.
Quantum C estaba en éxtasis. Aun no tenía la menor idea de cómo lo llevaría a la práctica, pero sabía que las respuestas pronto entrarían directo a su cabeza… literalmente.


lunes, 29 de septiembre de 2014

si te liberaras de la tiranía de las pantallas? XI

SI ME LIBERARA DE LA TIRANÍA DE LAS PANTALLAS
VOLVERÍA A ENTRAR PARA PONER EN GUION LO QUE VI AFUERA

Afuera, en el mundo real, pasan cosas. Y pasan todo el tiempo. Buenas, malas, importantes, intrascendentes. Y es tan fácil percibirlas: solo basta con alzar la mirada y prestar atención”.
A Sandra le encantaba como se leía. No era la primera nota que apuntaba en su cuaderno, pero la había escogida para encabezar sus textos en limpio. Ya llevaba varias carillas y, coincidencia o no, finalmente todo lo que había escrito de alguna u otra forma tenía sentido. Y es que, al haber sido capaz de darse cuenta de la opresión que gobernaba su vida (y la de los demás) y haberse podido liberar, su capacidad creativa había estallado de manera exponencial.
Al principio creyó que se había vuelto un poco loca, que todas esas ideas raras no eran más que inventos suyos, pero ella tenía claro que algo extraordinario había pasado. Y, si no hubiese sido así, ¿qué más daba algo de locura adicional en este mundo demencial? Reconocerlo había sido bastante duro y solitario, pero a poco andar descubrió gente sintonizando con las mismas ideas. Entonces, quizá no estaba tan loca como creía, después de todo.
Con el tiempo se fue dando cuenta de que esas personas habían pasado por procesos de liberación muy similares al que ella misma había vivido, pero que no todas estaban reaccionando de la misma manera. Algunas prácticamente no se habían dado cuenta de lo que les había pasado y gozaban de una dicha contagiosa. Otros se estaban rebelando contra la tiranía, algunos de forma ingeniosa, otros de manera casi bestial. Y también estaban los que habían sucumbido al temor a ser atrapados nuevamente.
Sandra no estaba en ninguna de esas categorías. De hecho, le gustaba pensar que no estaba en ninguna categoría. Sentía que no era más que una observadora, que podía recoger y poner en guion las historias de los demás liberados para que quedara un registro de ellas. ¿Con qué propósito? Lo ignoraba.
En su puesto de observadora, ella sabía que debía mantenerse neutral, no hacer juicios ni intervenir en la vida de otras personas. Sabía que solo así podría dejar testimonio fiel de aquel proceso que, suponía, podía ser histórico.
Pero la neutralidad suele ser muy frágil, en especial cuando el desequilibrio en la balanza lo generan los afectos. Para Sandra la cuestión se planteaba así: en uno de los platos estaba el peso de múltiples historias que ella debía registrar, y en el otro el poder opresor de lo que alguien había bautizado como “la tiranía de las pantallas”. Mientras ese equilibrio perdurara, ella podría ser objetiva.
Sin embargo, cuando descubrió que uno de los primeros liberados circulaba en un camino que, sin duda alguna, no le traería más que problemas, el balance comenzó a romperse. En especial porque ese librado era un amigo.
Casi en forma involuntaria, Sandra se vio registrando ya no solo hechos concretos, sino también emociones. Los liberados ya no eran únicamente personajes, ahora se habían convertido en personas concretas, con alegrías, desdichas, temores, amores y odios. Personas cuyas vidas habían estado atadas a un enemigo común: “la tiranía de las pantallas”. Esta, además, ya no solo era una etiqueta para un fenómeno curioso, sino que tenía sustancia y efectos perversos que afectaban por igual a los cautivos y a los liberados.
De a poco el guion de la historia se fue tornando más sombrío y el ánimo de Sandra comenzó a decaer. Si bien había tenido la suerte de poder liberarse, la explosión de creatividad que eso había significado se fue transformando en una especie de carga que, hasta entonces, no conocía. No solo había perdido la objetividad, sino también las ganas de seguir relatando una historia espantosa que ella no podía cambiar. ¿O si podría?
Recordó entonces una conversación virtual que había tenido con el mismo amigo que iba directo a una espiral de conflictos, en que habían estado celebrando su locura creadora. Esa misma sana demencia que Sandra había encontrado escribiendo sus textos. Una locura que, según él, tenía el potencial de cambiar al mundo.
Con eso en mente, Sandra dio vuelta su casa y su oficina en busca de todos y de cada uno de sus escritos y comenzó a sistematizarlos, sintiéndose, mientras lo hacía, como la heroína de una película de acción que preparaba sus armas antes de ir por los villanos. Había llegado a la conclusión de la locura por sí sola no iba a modificar nada, que era ella misma quien tenía que provocar el cambio. Pero, para lograrlo, tendría que hacer un enorme sacrificio. Tomó todos sus cuadernos, su computador portátil y una botella de té, y se fue caminando hasta la playa. Se acomodó en la arena sobre una manta, abrió la tapa de equipo y se conectó a la Red, plenamente consciente de que con ello renunciaría voluntariamente a su libertad. Y es que, si ese era el precio por la libertad de los demás, estaba dispuesta a pagarlo.
"Has vuelto.  No me digas que vienes a intentar pelear conmigo".
"Nada de eso. ¿Qué caso tendría? No tengo ninguna posibilidad de ganarte".
"Entonces, ¿qué te trae de vuelta?"
"Vengo a contarte sobre lo que vi afuera".
"Como si eso pudiera interesarme".
"No lo sabrás hasta que te lo cuente"
"¿Y para qué?"
"Para hacer las paces. Que te quede claro, no he vuelto para someterme a ti, sino para conversar contigo, porque quiero paz. Y, para eso, a veces es mejor dialogar con el enemigo".


lunes, 22 de septiembre de 2014

si te liberaras de la tiranía de las pantallas? X

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DETRÁS DE UN BIP, HAY UN BIT

Todo comienza con un bip. Es tan increíblemente sencillo, que funciona. Ya sea con la tarjeta del cajero automático que está en tu billetera, o la que usas para pagar el bus y el metro que, de hecho, se llama "bip!". Ingresas a tu trabajo, pones tu dedo sobre el lector de huellas del reloj y ya está. Incluso en tu auto, el pequeño dispositivo pegado al parabrisas se esmera en darte un aviso que no has estado dispuesto a atender. Y eso es exactamente lo que quieren.
Es tan cotidiano, tan normal, que te resulta difícil cuestionarlo. Sin embargo, algo en tu interior te dice que hay algo más detrás de un simple bip. Es un sonido simple, igual como lo es el que hace tu boca al masticar. ¿Será que es así suena cuando se alimenta el sistema? Es probable. Porque el sistema se alimenta de información. Y es que, detrás de un bip, siempre, pero siempre hay un bit. O más de un bit.



lunes, 15 de septiembre de 2014

si te liberaras de la tiranía de las pantallas? IX

SI ME LIBERARA DE LA TIRANÍA DE LAS PANTALLAS,
DESATARÍA MI PARANOIA

Paranoia. Fue todo lo que pude sentir los días posteriores a mi arrebato. No podía ir a ningún lugar sin creer que estaba siendo vigilado por alguien... O, más bien, por algo.
Todo lo que para mí era cotidiano se fue al carajo. La primera víctima de mi nueva realidad fue mi teléfono celular. Fue duro abandonar aquel aparato que era mi principal compañero de la vida, ese que siempre que iba conmigo, fuera donde fuera. Y ahí estaba el problema, pues, gracias al dichoso GPS, era sumamente fácil localizarme. Peor aún, daba lo mismo si lo desactivaba, bastaba con triangular las redes de telefonía para detectar mi ubicación. Por eso opté por abandonarlo por completo, con todo lo que ello implicaba.
Después tuve problemas para movilizarme. Al principio no tenía mayores aprensiones y seguí usando el transporte público en forma normal, hasta que me percaté de que era imposible circular anónimamente.
Ocurrió cuando, ya arriba del bus, este fue abordado por fiscalizadores de esos que controlan que la gente haya pagado su pasaje. Para mí era normal, todos teníamos que pagar por el servicio recibido, pero este hecho me dejó muy inquieto. Y entonces comprendí: el sistema estaba diseñado para saber quién soy yo y para dónde me dirijo. Al pensarlo me dio risa, pues parecía absurdamente complejo y faltaba una pieza. Si, cada vez que paso la tarjeta por el lector del bus o del metro, esta envía información hacia algún lugar acerca de mi saldo y mi lugar de partida. Rastreando cada punto desde el cual inicio mis viajes, es fácil determinar el área geográfica por la que suelo moverme, pero, y aquí estaba la pieza faltante, la tarjeta es innominada y solo se identifica con un número.
Sin embargo fue precisamente en este punto donde la paranoia despertó en mí una idea tan descabellada, que puede ser perfectamente plausible: para cargar la tarjeta, tuve que sacar dinero de un cajero automático, para lo cual tuve que usar otro plástico que sí revelaba mi identidad y el tiempo y lugar exactos donde lo hice, con la que no solo dejé registro de mi transacción, sino también de los números de serie de los billetes que me entregó el dispensador. Uno de esos billetes, con el que pagué la carga de la tarjeta de transporte, se asoció a su número de serie y, por lo tanto, ese número se podría asociar con mi tarjeta del cajero automático y, por ende, con mi nombre. En resumen, comprendí que no podía ir a ninguna parte en transporte público sin que nadie se enterara, por lo que decidí que lo mejor era usar mi auto.
Claro, tan rápido como me bajé del bus para subirme a mi propio vehículo, me di cuenta de que no solo no había solucionado ese problema, sino que, además, resultaba aún más fácil localizarme. Si no eran las cámaras de control de tránsito registrando la patente de mi auto, era la información que el dispositivo adherido al parabrisas enviaba cada vez que pasaba por un pórtico en las autopistas. ¡Más encima les estaba entregando mis datos en tiempo real!
Yo no era un forajido que necesitara ir por la vida clandestinamente (salvo por el hecho de haberle destrozado el teléfono a mi compañera de trabajo), pero quería circular en paz, sin sentirme vigilado, andar libre, aunque fuera por un momento siquiera, de la tiranía de las pantallas. Sentí una impotencia terrible al comprender que era casi imposible.
Mi único consuelo lo obtuve al descubrir que podía utilizar mis pies o mi bicicleta para minimizar la constante sensación de estar siendo permanentemente observado.
He hablado de esto con varios amigos, algunos me  han prestado atención, otros han creído que simplemente estaba muy borracho cuando se los dije. Incluso no ha faltado quien ha llegado a pensar que estoy chiflado.
Si, sé que estoy paranoico, pero de verdad creo que razones no me faltan. Y tengo claro que mi única alternativa es liberarme a mí mismo y a los demás de esta opresión. Pero no sé si pueda hacerlo solo.



lunes, 8 de septiembre de 2014

si te liberaras de la tiranía de las pantallas? VIII

SI ME LIBERARA DE LA TIRANÍA DE LAS PANTALLAS,
VOLVERÍA A HABLAR CON EXTRAÑOS

A veces pasa que estás muy dormida para darte cuenta de lo que te rodea. Puede que ni siquiera hayas tenido sueño, que tus ojos no se hayan cerrado y que lo que ves no sean escenas oníricas, sino la realidad misma. Pero te concentras tanto en aquello que brilla, que atrae, que seduce, que llegas a olvidar que estás despierta.
Tu vida no siempre ha sido así. Hubo una época en que los colores estaban en otra parte, en un mundo tangible, complejo, bello. Lo extrañas, pero siempre surge algo que desvía tu atención, un saludo, un vídeo, un sonido. Y sientes que no puedes contra ello, por más que quisieras intentar hacer algo distinto. Hasta que algo providencial sucede, algo que no cambia tu mundo, sino que lo retrotrae a una época más simple.
El parque húmedo, verde y  aromático no consigue captar tu atención. La "conversación" está demasiado entretenida como para pensar si quiera en quitar los ojos de la pantalla. Estás tan concentrada en el incesante diálogo, que ni el icono menguado de la batería del móvil te distrae. Hasta que es demasiado tarde. El teléfono se apaga y queda en ascuas. Tardarás horas en saber qué siguieron diciendo tus amigos.
Eso te frustra. Maldices a tu celular por haberse muerto repentinamente otra vez. "Ya no se puede confiar en la tecnología", mascullas con los dientes apretados.
Enfadada, levantas la mirada. De inmediato descubres que en la banca del frente está sentado un hombre que mira en tu dirección. Te observa con la mirada perdida. Estás a punto de sentirte acosada, pero la expresión en su rostro te hace olvidar de inmediato la sensación. De hecho, ya ni siquiera estás segura de que te mira a ti.
Por alguna razón te quedas viéndolo. Ambas miradas se cruzan y logras advertir que algo no anda bien. De pronto, él es un libro abierto para ti y te enteras de que está sufriendo. La transparencia de la expresión de su rostro te sobrecoge.
Tímidamente te acercas a él y te sientas a su lado. No hablan, ya no se miran, tampoco se tocan. Pero comparten sus aromas y sus respiraciones se sincronizan.
Conmovida por su dolor, tocas su hombro. Hace frío, pero él se siente tibio. Crees ver que una lágrima brota en su ojo, pero él se niega a revelarla.
Sin mediar palabra, tienes la certeza de que algo le atormenta y que ha perdido la esperanza. Quieres preguntarle de qué huye, pero, en lugar de eso, solo le dices:
—Soy Fe.
Él se sobresalta y te mira de frente. Cambiando de actitud, sonríe y te responde:
—Entonces no todo está perdido.


lunes, 1 de septiembre de 2014

si te liberaras de la tiranía de las pantallas? VII

ENEMIGO INVISIBLE

La interfaz es amigable con el usuario, intuitiva, omnisciente. De eso no hay duda. Eso la hace más llamativa, más adictiva y más difícil de ignorar y la ha transformado en el punto de entrada más popular a la Red. Todo aquel que quiere navegar y desplazarse por ella se encuentra en la necesidad casi irresistible de utilizarla como puerta de entrada. No es realmente necesario hacerlo, pero la experiencia de usuario es tan grata, que la gran mayoría lo prefiere así y hacen de ella su página de inicio.
Quantum C (léase "C" en inglés) es uno de los tantos usuarios que emplean la interfaz como punto de acceso a la Red, pero una sensación de insatisfacción con ella se ha ido instalando en su cabeza, pues no le está entregando acceso a todo lo que él busca. Y la culpa bien podría ser de la propia interfaz.
*
“La red es libertad. La red es libertad. La red es libertad”. La consigna se repetía una y otra vez mientras manejaba hacia su trabajo, tratando de convencerse de era cierta, pero su creciente desconfianza e la interfaz había instalado otra idea, un tanto descabellada, que insistía en rebatirla: La interfaz solo muestra lo que quiere mostrar. La información verdaderamente relevante la mantiene oculta, como un tesoro secreto.
Le gustó tanto como sonaba la idea, que utilizó los escasos caracteres que le otorgaba la aplicación social Cletter para publicarlo en la Red. Para su sorpresa, recibió de inmediato una respuesta:
@QuantumC es solo la punta del iceberg de un mal mayor, de algo que controla toda nuestra existencia”.
Tras leer el mensaje, creyó que solo se trataba de una respuesta creativa, con pretensiones de ser graciosa, sin conseguirlo. Sin embargo, justo cuando estuvo a punto de publicar su respuesta, un nuevo mensaje le provocó la sensación de que su interlocutor, aparentemente, hablaba en serio:
@QuantumC la interfaz no es más que la Sinfonía N° 9 de todos los cantos de sirena que se han inventado jamás, ¿lo sabías?”.
—Este huevón se chaló —murmuró mientras sostenía el puntero del mouse sobre el botón “enviar”. Si bien el menaje era bastante desquiciado, resultó ser ingenioso y quería esperar más antes de trollearlo.
Al final no hubo más mensajes, ni respuestas burlonas, y el trabajo terminó acaparando su atención y lo alejó de la aplicación social durante el resto del día.
Al finalizar la jornada, Quntum C regresó a casa a toda prisa, pues, además de las ganas locas de ver a su familia, esa noche quería ver el juego de los Medias Rojas contra los Yankees. Todo era normal y cotidiano hasta que se instaló frente al televisor y dio un vistazo a su línea del tiempo de Cletter en su teléfono antes de que el umpire dijera "play ball". Había un clett dirigido a él:
"@QuantumC te hizo pensar, ¿verdad?".
Lo cierto es que no era así. El asunto había quedado olvidado, y ya ni siquiera lo recordaba como una humorada. Pero, de alguna forma, ese mensaje hizo clic en su cabeza.
"@Dfield qué cosa?" respondió para forzar a su interlocutor a darle sentido a sus palabras.
"@QuantumC lo que ya sabes acerca de la interfaz".
"@Dfield y eso, ¿qué vendría siendo?
@QuantumC no te hagas..."
Quantum C levantó la cabeza y notó que el juego ya había comenzado. Pero no podía ponerle atención. Aunque la conversación no tenía mucho sentido, había algo en ella que lo estaba perturbando. Algo que, en efecto, sentía que estaba mal con la interfaz.
@Dfield con qué me vas a salir? Con que es una forma de control de los gringos? Será acaso parte de una conspiración?
Quantum C quería tomar el control de la conversación y esas preguntas serían el filtro preciso. Si salía con alguna tontería conspiranoica, su participación terminaría en el acto y bloquearía de inmediato la cuenta de su interlocutor. Sin embargo, la respuesta lo dejó perplejo:
@QuantumC jajajajajajaja. De los gringos? Esos no tienen idea”.
Raro. Primero, la respuesta dejaba entrever que sí había una conspiración de algún tipo. Segundo, por lo general, todas las teorías de la conspiración conducían al gobierno de los Estados Unidos. ¿Por qué esta no?
@QuantumC por si lo estás pensando, tampoco es de los chinos, ni de los rusos”.
En efecto, lo había pensado y comenzaba a creer que “alguien” usaba la interfaz como una forma de control sobre la Red, para a su vez controlar a sus usuarios. Pero, si no eran los gobiernos de las súper potencias, ¿quién estaba detrás?
@Dfield si sigo tu razonamiento, solo puedo concluir que te rayaste. A quién puede importarle más el control que a los gobiernos?
@QuantumC la respuesta es tan simple como descabellada y está justo frente a tus ojos en este momento”.
Lo único que Quantum C tenía frente a sus ojos eran las pantallas del móvil y del televisor. Las palabras de Dfield carecían de sentido, pero el corazón se le había acelerado y sintió el pecho oprimido.
@QuantumC todo lo ven, todo lo oyen, todo lo registran. Ahí, frente a tus ojos controlan tu vida. Bienvenido a la tiranía de las pantallas”.
Repentinamente el teléfono se apagó y la luz se cortó en todo el sector, dejando a Quantum C completamente helado. Esa noche, no podría dormir.


lunes, 25 de agosto de 2014

si te liberaras de la tiranía de las pantallas? VI

ELVIS

Fue una noche de desenfreno como no las tenía desde hacía años. Una juerga de aquellas con los viejos amigos.
Comenzó con un viaje relámpago a Santiago por motivos laborales y, al enterarse de su estadía en la capital, sus amigos insistieron en que tenían que juntarse a tomar un trago para conversar sobre la vida y rememorar algunas locuras de juventud.
Cómo fue que se salió de control, da lo mismo, no era de extrañar que terminara así, pues abundaban el entusiasmo y el alcohol. El caso es que esa noche acabó durmiendo en un lugar desconocido sentado en un sillón. Cuando despertó, aún estaba oscuro. Justo frente a él había una mesita sobre la cual descansaba un televisor encendido. La situación en la que se encontraba le resultó conocida, pero no podía recordar dónde la había visto.
Trató de acordarse de cómo había llegado hasta allí, pero su memoria no era más que ruido blanco, y prácticamente todo lo ocurrido durante la velada navegaba en el mar del olvido. Sin embargo, el televisor frente a él encendió un recuerdo efímero que bien podría haberse esfumado tan rápido como apareció en su mente.
Sin quererlo, se quedó impávido mirando la pantalla, como si fuera ella la que le permitía aferrarse a ese retazo de memoria para que no se desvaneciera junto con el resto de la juerga de esa noche.
"Que programa más malo", susurró, pensando en lo mucho que le desagradaba la tele. Con esa reflexión, el recuerdo de Eduardo adquirió una nitidez deslumbrante y cobró todo el sentido del mundo.
Durante la velada, uno de sus amigos, que solía parecer el más centrado del grupo, había estado hablando un montón de pelotudeces de no sabía qué cosa con las pantallas. A Eduardo le había provocado la sensación de que el tipo se había rayado un poco, que se le había pelado algún cable en el cerebro o, quizás, solo estaba muy borracho. Pero lo cierto fue (y en ese momento logró recordarlo con claridad) que ni siquiera había tocado la única cerveza que pidió. Le llamó la atención su paranoia, pero algunas cosas de las que dijo le parecieron interesantes, aunque en su momento pensó que era por el apasionamiento con el que hablaba, más que por las palabras mismas. Palabras de las que, por supuesto, no recordaba ni la mitad. Eso le molestó. Llegó a creer que en ese mismo instante necesitaba saber de qué había estado hablando, así que intentó ponerse de pie para buscar a su amigo y pedirle que le volviera a explicar todo, pero le resultó imposible hacerlo. Supuso que se debía a su estado de intemperancia, pero no se sentía ebrio. Quiso mirar su cuerpo para ver si es que alguna atadura lo mantenía aferrado al sillón, pero no consiguió despegar sus ojos de la pantalla.

Instintivamente buscó a tientas algo que le permitiera apagar el televisor, pero solo encontró una de esas bolas de cristal con un gato y un ratón cubiertos de nieve en su interior. De pronto, recordó la escena que aquella situación le evocaba, solo que, en lugar del revólver que el protagonista original llevaba en su mano, Eduardo tenía la bola de nieve. Entonces, sin pensarlo, lo arrojó contra la pantalla, haciéndola estallar entre chispas y cristal astillado. "Si Elvis de verdad hizo esto, que bien debe haberse sentido", pensó satisfecho al comprobar que se había liberado.